lunes, 12 de mayo de 2014

M.M.M.

       De cómo hube de participar en el Medio Maratón de Madrid cuando aún tenía 69 años.

     Habíamos llegado mi mujer y yo a Madrid el día uno de abril para sustituir a mi cuñada Cruz en el cuidado de mi suegra (93 años y alzheimer en fase terminal). Los primeros días habían sido un tantico foscos, con amenaza de lluvia. El domingo seis, en cambio, amaneció un día tan hermoso... Fui a misa de ocho y, tras desayunar en una churrería de las antiguas, con churros auténticos y no masa mal escaldada y peor frita, no pude resistir la tentación de ponerme en chándal y salir a hacer la ruta que suelo (aproximadamente 7 km) en que empleo entre sesenta y setenta minutos. Hice un cálculo y me dije: "Hacia las diez y media en casa". Me pareció estupendo, pues la señora que viene a ayudar los sábados y festivos no se va hasta las once.
     Cuando hago esta ruta, como casi conozco hasta los baches del terreno, voy saludando a las estatuas de los próceres con que me cruzo, les hago algún comentario o simplemente les guiño un ojo, con excepciones, claro, como podréis advertir.
     Apenas había salido de casa ya hube de levantar mi mano para llamar la atención de la cabeza de don Francisco de Goya, ensimismada y preocupada por el tráfico en el cruce de su calle con Alcalá. En la Plaza del Descubrimiento, el Almirante de la Mar Océana, encaramado en un pedestal, parecía recién desembarcado de la carabela que aún se mecía en el césped de la plaza, tomar posesión de las nuevas tierras para el pendón que porta en su mano derecha.
    Inclino mi frente, respetuosa y reverente, ante las estatuas sedentes de San Isidoro y Alfonso X, escoltados por Luis Vives, Cervantes y Lope de Vega, tanta es la sabiduría, majestad e ingenio que ofrece la escalinata de la Biblioteca Nacional. Ya en el paseo central de Recoletos, don Juan Valera me recibe enarcando su bigote, mientras Ramón María del Valle-Inclán, despojado por algún desaprensivo de la bufanda que todos los años le regalan, luce con orgullo su barba de chivo. Los leones de la diosa Cibeles rugen cuando, haciendo un quiebro, cruzo a la acera del café Lyon, frente a Correos, y paso ante la fachada del nuevo ayuntamiento. Un tararí militar de mi corazón reverencia la llama en recuerdo de los héroes del Dos de Mayo y dejo a un lado a Neptuno, que desdeñosamene me ofrece su espalda desnuda en la Plaza de Cánovas del Castillo. Casi oculto, el pintor de Fuentevaqueros, un poco cejijunto ahora, me dice adiós frente a la su puerta del Museo del Prado. Velázquez intenta plasmar, paleta en ristre, rostros de nocherniegos que se retiran del Barrio de las Letras y de madrugadores emergidos de la estación de Atocha, en tanto Murillo parece ensoñar vírgenes inmaculadas y corderos celestiales, en tanto aspira aromas del Jardín Botánico. Poco más adelante, don Claudio Moyano, enfundado en su levita, lee atentamente unos folios que quizá contienen el texto de la Ley de Enseñanza Media que él introdujo en nuestro país. Respiro hondo y, casi a trasmano, le envío mi admiración como español, mi enhorabuena como paisano y mi agradecimiento como catedrático que fui de Enseñanza Media. Alguna de las casetas de venta de libros está ya abierta y tiene expuestos sus tenderetes, alrededor de los que hormiguean madrugadores bibliófilos, atentos a adquirir oportunamente tempraneras gangas de ediciones ya agotadas. Al final de la cuesta, adonde llego jadeante, me espera don Pío Baroja, con su eterno abrigo arrugado y su boina vasca que nadie se ha atrevido a capar. Toco su calcañar y sigo ascendiendo hasta el monumento al Ángel Caído.
     Te has quedado un poco de hielo cuando has leído eso del monumento al Ángel Caído. Mira, en Madrid, todo es posible, puesto que es la ciudad de lo imposible. Sí, sí. No te rías. Te diré tres datos que corroboran mi afirmación: 1. Para sorpresa de propios y extraños, tiene una Plaza de Oriente y un Palacio de Oriente, situados al oeste de la urbe. 2. Durante siglos, ha sido capital de España sin tener el título de ciudad, pues no ha pasado de villa hasta época muy reciente. 3. Se trata de la única ciudad del mundo en donde se ha levantado un monumento al mal. Recuerda: Luzbel era el principal de los ángeles, que se rebeló contra la divinidad y fue lanzado al abismo, transformado en Lucifer. Pues bien, el Ángel Caído no es sino el tal Lucifer. Por cierto, si quisieras ver la escultura con más detalle, puedes hacerlo en el Museo de Bellas Artes de Madrid, en Alcalá, 13, donde hay una réplica exacta.
     Al grano. Llegado que hube a tal lugar, sentí una punzada de sobresalto por dos razones: El parque se hallaba más frecuentado de lo habitual y a lo lejos sonaban misteriosos aullidos lanzados por algún histérico y que estallaban como bombas amplificados por potentísimos altavoces. A paso de matacaballo, intenté llegar a la salida de O'Donell. Imposible: Todo se encontraba vallado y los policías municipales se hallaban ojo avizor. Después de rodeos y constantes idas y venidas, pude salir frente al edificio donde se halla el centro musulmán gracias a que en lugar de vallas había cintas de plástico y a que la única pareja de municipales hizo la vista gorda. Seguí por Alcalá hasta Príncipe de Vergara; mas allí, todo mi gozo en un pozo: la masa de veintidós mil corredores que habían tomado la salida fluía como un río caudaloso y allá, en lontananza, en la interminable recta  no se veía grieta alguna, una mínima calvera que permitiera cruzar la calle aunque fuera a escape. A mi lado, casi en mi oído, alguien musitó: "Pues no sé cómo voy a pasar, y tengo que coger el metro". "Hay una forma de hacerlo --respondí más que nada por darme ánimo a mí mismo--, ponerse al mismo ritmo que llevan e ir ganando la otra acera". "Es que yo no puedo. Estoy operado de lo mismo que el rey". Casi me echo a reír, al tiempo que sentí deseos de decirle que podría haber tenido una enfermedad más plebeya.
     El tiempo se echaba encima. Eran ya las once menos veinte. Anduve un rato contra corriente y, cuando llegué a un lugar que consideré apropiado, me armé de valor y cara dura, me despojé de la sahariana que cubría el chándal y eché a correr al ritmo que llevaba la caudalosa masa humana, procurando derivar siempre ligeramente hacia la izquierda, sin entorpecer la marcha de quienes venían detrás. No hubo ni una protesta. Me aceptaron como si hubiera estado corriemdo desde el inicio. Al cabo de unos cien metros había conseguido mi propósito y marchaba disparado hacia la casa de mi suegra, adonde llegué a las once menos cinco, justo a tiempo de que la señora se preparara para salir, porque mi mujer, tampoco había llegado. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
2