Eran
los hidalgos el escalón más bajo de
la nobleza castellana. Su condición nobiliaria los eximía de pagar las cargas y
tributos que agobiaban a los pecheros, es decir, los plebeyos; pero, como
carecían de fortuna, no podían compararse con los grados superiores de la
aristocracia, sobre todo con la nobleza titulada. Ello hizo que a lo largo de
los siglos naciera en muchos de ellos un sentimiento de envidia y resquemor
que, unido a su orgullo desmedido, los condujo a situaciones realmente
disparatadas que fueron ridiculizadas en obras literarias de los siglos XVI y
XVII. En la Vida de Lazarillo de Tormes,
el tercer amo de Lázaro es un hidalgo solariego de Valladolid, quien, según
refiere al niño, posee varias casas,
ruinosas, eso sí, porque un noble no podía hacer trabajos manuales, que a estar
en condiciones valdrían holgadamente 200000 maravedíes, y un palomar que, de no
estar derribado, podría ofrecer a su dueño doscientos palominos al año. Es tal
el orgullo de casta del hidalgo, que sale de su lugar de origen para trasladarse
a Toledo, solo para no tener que saludar el primero, quitándose el bonete, a
otro hidalgo vecino. En la ciudad imperial vive exclusivamente de la apariencia
para mantener incólume su honra, pues el secreto de la honra estaba no en ser, sino en parecer. De ahí que, sin haber comido, fingiera limpiarse con una
paja supuestos restos de carne en su dentadura, pues en guardar la honra, es decir,
en vivir de la apariencia “está todo el caudal
de los hombres de bien”. Así que Lázaro se maravillaba de verlo venir a mediodía,
la calle abajo más tieso y más largo que galgo de buena casta.
Hasta la
muerte, pie fuerte
Cada gorrión
tiene su corazón
Cada pajarito
tiene su higadito
El hidalgo,
antes roto que remendado
Ya que la montaña
no viene a mí, iré yo a la montaña
Ya que el molino
no va al agua, vaya el agua al molino
El hidalgo pobre,
taza de plata, olla de cobre y mesa de roble
Pues que la montaña
no va a Mahoma, vaya Mahoma a la montaña