En
la ciudad de Salamanca, al final de la calle Jesús, colindante con la plaza de
Colón, se alzan dos palacios renacentistas el de Abrantes (siglo XV), del que
no se conserva más que la torre, y el de Orellana (siglo XVI). Con anterioridad
el nombre era calle del Ataúd, la misma en que el poeta romántico José de
Espronceda nos presenta una noche al protagonista de El estudiante de Salamanca, aquel segundo don Juan Tenorio, alma
fiera e insolente, irreligioso y valiente, altanero y reñidor; siempre en
lances y en amores, siempre en báquicas orgías; corazón gastado, mofa de la
mujer que corteja, y, hoy, despreciándola, deja la que ayer se le rindió. Sí,
don Félix de Montemar, quien atraído una noche por la visión de cierta hermosa
dama vestida de blanco, cuyo rostro lleva oculto por velo del mismo color, la
va siguiendo por las calles salmantinas hasta el momento en que pierde la
noción del lugar en que se halla. Y entonces una serie de espectros sale de las
tumbas y en horrible salmodia entonan un canto que habla de amor, pues la
esposa ha encontrado a su dueño y señor. Y es que la enamorada del joven,
Elvira, había muerto de amor y despecho al saberse abandonada por el galán. Y
allí mismo, entre las tumbas, ante los espectros, al retirarle del rostro el
velo, el estudiante descubre que la blanca dama de sugerente andar a la que ha
seguido no es sino un descarnado esqueleto.
No hay pan sin afán
No hay atajo sin trabajo
No hay barranco sin atranco
No todo el monte es orégano
Peor es el roto que el descosido
Cada sendero tiene su atolladero
Huyendo del perejil, le nació en la frente
No hay mayor dificultad que la poca voluntad