jueves, 19 de noviembre de 2015

Apostillas al refranero. Flatos, holgorios y comistorios

            No se tienen demasiados conocimientos acerca de la alimentación de los primitivos habitantes de la península Ibérica. Parece que las tribus de la meseta comían habitualmente una pasta de bellotas machacadas y trigo, unas veces cocido, otras tostado y otras frito. Para beber, amén del agua de manantiales, arroyos y ríos, tomaban una especie de cerveza de cereales y un hidromiel elaborado con licores de frutas y hierbas. El vino era artículo de lujo y solo se generalizó con la expansión del cristianismo. Los romanos introdujeron el uso del ajo y del aceite que sustituyó las grasas animales, haciendo la cocina más sana y ligera. Los árabes aportaron frutas, azafrán y la caña de azúcar, lo que permitió endulzar de modo más eficaz que con la miel, edulcorante por excelencia en épocas más remotas. Luego entrarían las especias y la cebolla, ¡oh gran señora, digna de veneración!, a la que se habían aficionado, parece ser, los cruzados en Palestina y que arramblarían con ella para acá. Con el descubrimiento de América nos llegaría toda una serie de productos que revolucionarían la cocina y acabarían con el hambre endémica que padecía Europa: la patata, el pimiento, el tomate, el cacao… Como los cubiertos no se utilizaban, se empleaban las manos, de ahí que en los claustros de los monasterios hubiera fuentes junto al refectorio para que los monjes, los novicios y el resto de los habitantes pudieran lavarse antes y después de comer. Alfonso X estableció que los ayos de los príncipes les enseñaran a ser limpios en el comer, que no les permitieran tomar bocado con los dedos de la mano, sino con los cubiertos y que los obligasen a lavarse tras la comida y a enjugarse las manos en las toallas y paños y no en los vestidos como hacían algunas gentes que no sabían ni de limpieza ni de cortesía ni de apostura.

 
RECUERDA:

 Al flato, con el plato
Comer verdura es cordura
Pan a hartura; vino a mesura
Pan caliente cuela fácilmente
No hay buena olla con hambre sola
No hay holgorio si no hay comistorio
La comida reposada, y la cena paseada
Comida sin siesta, campana sin badajo
No aprovecha lo comido, sino lo digerido

 La mejor hora de comer: para el rico cuando quiere; para el pobre cuando tiene

Apostillas al refranero. Rajabroqueles y trabucaires


            Nunca he podido soportar la petulancia, incluida toda la gama, desde la jactancia como más cargada de orgullo, hasta la gazmoñería, más afectada de modestia. Inclúyanse, pues, la inmodestia, la vanidad, la pedantería, la soberbia, la vanagloria, el atrevimiento, la majeza, la afectación, la chulería o la arrogancia. Aunque sin duda la que más me repugna es la fanfarronería propia del bravucón perdonavidas, del valentón arrebatapuñadas, del matasiete rompesquinas, del tragahombres de espátula y gregüesco cervantino, y del soldado fanfarrón del comediógrafo Macio Plauto puesto en ridículo en el Miles gloriosus y transformado en el hazmerreír de todos los bravucones de pico, carentes de obra. En esa comedia, el soldado Pyrgopolinices, cuyo sobrenombre significa vencedor de torres y ciudades, cacareador incesante de sus supuestas hazañas y heroicidades, tras alejar a una muchacha de un joven ateniense enamorado de ella, la abandona después de llenarla de regalos, engañado por el criado del joven y engatusado por una mujer casada, cuyo marido, celoso, lo apalea sin miramiento alguno, dejándolo baldado por badulaque.

 
RECUERDA:

 
Sacó la brasa con la mano del gato
Todos somos iguales, pajaricos y pardales
Presumir y no valer es ramo de poco saber
Presumir mucho y valer poco, tema de loco
Sacó del agujero la culebra con mano ajena
Robles, palmeras y pinos, todos somos pinos
A la noche, chirimoche; a la mañana, chirinada
Con ayuda de mi vecino mató mi padre un gorrino
El gallo de Morón cacareando y sin pluma se quedó
Quien mata un león en ausencia, teme un topo en presencia

 Los valientes y el buen vino se acaban pronto