Después
de haber pasado en la ciudad de Valencia uno de los inviernos menos lluviosos
que recuerdo de los cuarenta y dos que llevo allí viviendo, en que no han caído
sino esporádicamente algunas gotas que ni siquiera han servido para matar el
polvo de los parques públicos y menos aún para limpiar las hojas polvorientas
de sus árboles, constituyó para mí un motivo de alegría y un espectáculo casi
olvidado el que la meteorología madrileña me brindó el lunes cuatro de abril al
salir de casa a eso de las siete de la mañana, cuando un orvallo
finísimo, persistente y tenaz, un sirimiri cuyas gotas a la luz de las
farolas no se sabía si iban o venían, si subían o bajaban, un calabobos
que empapaba troncos y ramas desnudas, como si estuviera lloviendo en
horizontal, de modo que se metía hasta por debajo de la umbela del paraguas
abierto, me acompañó hasta la churrería donde suelo desayunar. Ya al volver se
había transformado en lluvia abundante, tranquila y bien caída que duró hasta
pasado el mediodía. Cuando al caer de la tarde nos llamó nuestra hija menor por
teléfono y le contaba yo cómo orvallaba por la mañana y lo que había disfrutado, me comentaba
ella que aquella tarde habían caído en Valencia chuzos de punta, lo que me
pareció de perlas, aunque me llevó a una deducción, sin duda, falsa, la de que
para que lloviera en Valencia era necesario que yo me ausentara. Y aunque la
deducción pudiera ser falsa, me llenó de tristeza. En fin…, nunca llueve a
gusto de todos.
RECUERDA:
Agua y sol, tiempo de requesón
Abril frío, poco pan y mucho vino
Abriles y condes, los más traidores
Si en abril hay lodo, no se perderá todo
Al principio y al fin, abril suele ser ruin
En abril y mayo, harina para todo el año
Por abril, corta un cardo y te nacerán mil