¡Qué
orgulloso se sintió el Micalet allá
por 1424 cuando, colocada oficialmente por los canteros la última piedra,
vislumbró desde la atalaya de su azotea las cúpulas de cerámica azul de las cercanas capillas y fue consciente de que sobrepasaba a todas las
torres, tanto las aledañas como las más lejanas! Satisfecho, respiró hondo, rey
y señor indiscutible de las alturas de la ciudad. Pasaron los días y los meses
y los años; y casi dos siglos y medio pasado habían, cuando a finales del XVII,
de la iglesia de santa Catalina y sobre los tejados del antiguo barrio musulmán
del comercio comenzó a emerger una esbelta torre exagonal que, como caña de
trigo, creció rápidamente ante los ojos del Micalet;
y al tiempo que su esbeltez, elegancia y belleza femenina hicieron enternecer las
entrañas del vetusto torreón, lo llenaron de inquietud y lo sacaron de sus
casillas, pues la nueva torre, con la cúpula alzada sobre su terraza, la bola
metálica y la veleta, lo sobrepasó nada menos que en cinco metros. ¡Había
perdido el liderazgo mantenido durante tanto tiempo! Enamorado hasta los tuétanos
de aquella increíble maravilla barroca, tan ornamental, tan estilizada, tan
delicadamente femenina, tan profusamente rica, la piropeaba y galanteaba; mas,
como sintiera hondamente herido su orgullo, trabajó en secreto para que, sin
que ella lo advirtiera, pudiera él recuperar la primacía perdida. Y tanto,
tanto, tanto insistió que allá por 1727, le colocaron sobre la terraza, una
espadaña que, a modo de cresta, le devolvió la prioridad. Y sin mayores
problemas, hasta el día de hoy continúa el idilio de la sutil torre de santa Catalina y el compacto Micalet.
La hermosa al desdén parece bien
La hermosa abrasa con solo mirarla
Dile que es hermosa y se volverá loca
A la moza lozana, hechos y no palabras
Hombre apasionado no quiere ser consolado
Si la morena tiene gracia, más vale que la blanca
Cabra que tira al monte no hay cabrero que la guarde
Si la mozuela fuere loca, anden las manos y calle la boca