jueves, 3 de julio de 2014

En Toledo: Cerca del Tajo en soledad amena

     Ciertamente nuestro grupo estaba cansado: los escasos doscientos metros que median entre la Casa-museo y la entrada actual de San Juan de los Reyes se hacían interminables. Íbamos diseminados, como cagajones en el río. Pese a las exhortaciones de aliento, no había manera de alegrar la marcha, así que, aprovechando la disposición de la Plaza de los Reyes Católicos allá donde nace la Cuesta del Ángel, casi enfrente de la Escuela de Artes Aplicadas, fui deteniendo a los que venían, quienes se sentaban de modo inmediato en las gradas. Desde allí contemplamos el monasterio.
 
I. San Juan de los Reyes
 
     Visto con una perspectiva amplia, desde el cerro de Gracia o desde la torre exterior del puente de San Martín, se da uno perfecta cuenta de que todo el monasterio asemeja un inmenso catafalco, de acuerdo con la intención primitiva de los Reyes Católicos de que fuera el monumento funerario de sus tumbas. Pero,  ¿quién era el guapo que les proponía bajar hasta el puente, cruzarlo y desandar el camino para regresar de nuevo?  "¿Quién sufrirá tan áspera mudanza...?"
     El edificio fue encargado a Hans Waas (Juan Guas para los españoles) en 1476 para conmemorar la victoria del ejército de Isabel y Fernando ante el del rey portugués Alfonso V y Juana la Beltraneja en la batalla de Toro, y fue dedicado a san Juan evangelista, dada la devoción de la Casa Trastámara al apóstol.
     Para el culto en el futuro quisieron los reyes constituir un cabildo, a lo que se opusieron tajantemente los canónigos de la Catedral, puesto que ya existía uno en la ciudad. La tenaz resistencia y la conquista de Granada hicieron cambiar de opinión a Fernando e Isabel, que serían enterrados en la ciudad por ellos conquistada, de modo que cedieron el monasterio a la Orden Franciscana, pues la reina sentía admiración por san Francisco. Por cierto, los franciscanos hicieron del monasterio un centro de religiosidad y de cultura. Aquí estudió y se formó el cardenal Cisneros y aquí se reunió una biblioteca de códices y manuscritos, envidia del mundo entero. En la guerra de Independencia buena parte de la biblioteca sería quemada por las tropas napoleónicas, junto con el monasterio.
     Atravesamos la calle y nos dirigimos a la zona norte, donde se encuentra la portada principal del templo, diseñada por Antonio Covarrubias. Enmarcada por dos columnas paralelas a cada lado, entre las que se ofrecen esculturas de santos franciscanos, se halla presidida por la imagen del Salvador, y coronada por un escudo sostenido por el águila de san Juan y una cruz. A la izquierda se advierte una serie de cadenas herrumbrosas. Se dice que están allí como exvotos traídos por los cristianos cautivos en el reino de Granada al ser liberados. En la explanada, a la derecha de la puerta se alza el monumento a la Inmaculada que recuerda el juramento que el cabildo y las instituciones de la ciudad hicieron de defender el dogma de la concepción inmaculada de María.
     Entramos al monasterio por la puerta conocida como del Pelícano, que da paso a la antigua sacristía. Es llamada así por el calvario de Enrique Egas que ofrece una  gruesa cruz sobre la que se encuentra un pelícano, símbolo de Jesús entregado por nosotros, que alimenta en el nido a las crías con su propia sangre. A la izquierda de la cruz, la Virgen, y a la derecha, san Juan. A los pies de la cruz, la calavera de Adán. La otrora sacristía es una nave amplísima con una bóveda impresionante de crucería y se utiliza hoy solo para recibir a los visitantes y como distribuidor hacia el templo o el patio.
     Como éramos portadores de la pulsera roja adquirida el día anterior cada cual fue entrando y encaminándose al templo en busca de bancos donde descansar el antifonario. Menos mal que la naturaleza es sabia y no ha dado al antifonario narices, porque, si así hubiera sido muchos se habrían quedado chatos.
     Orientada de este a oeste, la iglesia conforma el lado norte de ese catafalco que hemos dicho es el monasterio. Posee una sola nave, muy clara y luminosa tanto por la luz que recibe de los ventanales como por la blancura de la piedra caliza. La austeridad granítica de los muros exteriores contrasta con la gran cantidad de adornos y esculturas del interior. La planta es de cruz latina, con los brazos poco salientes.
     Si los cuerpos de los RRCC hubieran sido traídos al templo, deberían haberse situado los sepulcros bajo la cúpula del crucero, por eso esta zona es la más ricamente decorada: con doce escudos reales en los lienzos, seis en el derecho y seis en el izquierdo, sostenidos por las garras del águila de san Juan, con el yugo y las flechas, símbolo de la unidad, a los lados. Bajo los escudos encontramos leones humillados que parecen indicar el acatamiento de la soberanía. Los escudos no son de la misma dimensión: en cada lado, dos son mayores y cuatro menores. Los escudos van separados por figuras de santos. Y  "el Tajo va siguiendo su jornada"...
     El cimborrio fue concebido para dar luz a los sepulcros. Tiene ocho ventanales que debieran haber sido ocupados por sendas vidrieras, pero, muerto el Juan de Guas, surgieron dificultades de estabilidad y se cegaron, al tiempo que se reducía la altura del cimborrio, hechos que provocarían un enfado monumental de Isabel.
   El retablo del presbiterio no es el original, ya que los franceses, al tiempo que transformaban la iglesia en cuadra para los caballos hacían con él leña para calentarse. El retablo actual procede de la capilla del Hospital de Santa Cruz. Combina tallas y pintura. Lo más interesante es la figura de san Francisco, obra de Pedro de Mena, que ocupa el lugar de un sagrario desaparecido.
     Descansadas un poco las piernas, por una hermosísima puerta plateresca accedimos al claustro bajo, pensado como continuación de la iglesia y como complemento de esta en las ceremonias y procesiones, fue comenzado por Juan de Guas y continuado por los hermanos Egas. La decoración es un lujo para el sentido de la vista y con la profusión de plantas y animales da la sensación de que pretendiera evocar el jardín del Edén. También se ofrecen numerosas esculturas humanas entre primorosos ventanales, auténticas obras de orfebrería en piedra caliza blanca.
     Amplia escalera de cuatro tramos conduce al claustro superior. En él lo primero que llama la atención es el artesonado mudéjar, en madera de alerce pintada, con los signos de los Reyes Católicos, motivo central y reiterado de toda la construcción. Leones sostienen los escudos de los reinos de España incluidos ya el de Granada, que no se encuentra en otras zonas del edificio, y el de Navarra, reino que no se incorporó a España hasta después de la muerte de Isabel, como consecuencia del matrimonio de Fernando con Germana de Foix. El mote Tanto monta monta tanto se repite en cada tramo. Y entre la satisfacción de la visita y la desilusión de acabarla salimos de nuevo al mundo.

II. La Mezquita del Cristo de la Luz

     "Por estas asperezas se camina". O al menos esa era la impresión que a mí me producía volver a la realidad subiendo la Cuesta del Ángel para, recoveco tras recoveco, acercarnos a una construcción barroca: la Iglesia de San Ildefonso. Preguntar en Toledo por este templo puede suponer respuestas arriesgadas, porque (que yo sepa) se la conoce al menos por tres nombres y pico. Como hasta comienzos del siglo XX estuvo en ella la Parroquia de San Juan, hay quien la conoce por ese nombre. Como el templo está edificado sobre la casa, según la tradición, natal de San Ildefonso, también es denominada como Iglesia de San Ildefonso. Puesto que fue levantada por los jesuitas, y la rigieron hasta hace dos años recibe también el nombre de Iglesia de los Jesuitas, y también  San Juan de los Jesuitas (el pico). La fachada, en piedra, ofrece una columnata típicamente barroca. Las torres, de ladrillo y mampostería, no responden al proyecto primitivo. El interior es muy amplio y guarda especialmente esculturas barrocas de los siglo XVII y XVIII.
     Tomando una vez más por Alfileritos, llegamos a la pronunciada cuesta de la Calle del Cristo de la Luz y, desciende que te desciende, llegamos ante la mezquita bajo la misma advocación, al ladito de la Puerta del Sol. Es un edificio musulmán del año 999. La fachada que da a esta calle es de ladrillo y mampostería. Tiene un primer cuerpo con arco de herradura sobre el que se levanta el segundo con decoración de arcos de herradura entrecruzados. El tercer cuerpo es una red de rombos y una inscripción cúfica. El interior es de planta casi cuadrada, dividida por cuatro columnas que sostienen arcos de herradura en tres naves paralelas cruzadas por otras tres naves, con lo que se generan nueve espacios cubiertos por sendas bóvedas, todas ellas distintas. La más alta es la del centro. Según la leyenda, cuando Alfonso VI entró en la ciudad lo hizo por la puerta de su nombre y al pasar ante la mezquita sobre una piedra blanca, su caballo dobló las patas delanteras y se puso de rodillas sin que nadie pudiera hacerlo levantar. Intrigados por el hecho, los caballeros del rey buscaron por los alrededores y no hallaron nada así que buscaron dentro de la mezquita donde, tras un tabique que hicieron derribar, hallaron un crucifijo alumbrado por una lamparilla de aceite que había permanecido oculto durante los siglos de dominación musulmana. El crucificado muestra los pies en posición desviada de como suelen tenerla los crucifijos. La mezquita se consagró como iglesia cristiana y en su interior se ofició la primera misa ante el crucifijo descubierto. Una piedra blanca se ve actualmente en la calzada, recordando el hecho. Posteriormente se dotó a la iglesia de un ábside mudéjar con pinturas románicas, hoy en estado muy deteriorado.
     En el jardín se han descubierto numerosos restos romanos. Me llamaron la atención el diámetro enorme de una cloaca y las losas de un fragmento de calzada.
     Con la hora que era, con el calor que hacía, con el bar del hotel a un tiro de piedra, ¿qué crees que sucedió a continuación?

    
    
    

lunes, 30 de junio de 2014

En Toledo: Pensando que el camino iba derecho...

     Amaneció el día 28 y yo no amanecí hasta que las cisternas y las duchas de las habitaciones aledañas me llamaron reiteradamente perezoso. Hechas, no obstante, las habituales abluciones matutinas, ya en el comedor, mientras desayunábamos surgió tempranero el primer sobresalto del día: don José María me mostraba la hoja de compromiso de visita a la Casa-museo de El Greco que, ¡oh cielos!, debiéramos haber realizado el día anterior en dos grupos: uno a las 18 y otro a las 18,30 h. "¡Salid sin duelo, lágrimas, corriendo!" (1). No, lágrimas no salieron; quienes sí salimos escopetados hacia el lugar fuimos José María y yo a las nueve de la mañana, mientras el grupo, dirigido por Guillermo, nos seguía con tranquilidad. Afortunadamente, lo que a priori consideramos problemón se resolvió de modo discreto e inmediato.
    Apenas solventado el primer entuerto del día, una señora, bastante nerviosa, se acerca a mí y me dice que el miembro del grupo que se había encargado de reservar en el Ayuntamiento las sillas para el paso de la procesión del día siguiente necesitaba saber el número que deseábamos. Yo ignoraba lo de las reservas, pues se había dejado libertad para asistir a la misa de la catedral o hacer lo que cada cual considerara oportuno. Avisado don José María, tocó a rebato, reunió el rebaño, inquirió por el número de silleteros, y por whatsapp resolvió el problema "a despecho y pesar de la ventura". 
 
 
I. Sinagoga del Tránsito
 
 
      Construida en 1366 por iniciativa de Samuel Ha-Leví, es una gran sala rectangular, iluminada por ventanas caladas de arcos apuntados y lobulados, integradas en una arquería corrida apoyada en columnas de mármol policromado. La cabecera posee un hueco central tras una triple arcada donde posiblemente se guardaría la Torá, los libros sagrados. La yesería es una auténtica filigrana de diversos colores. En los tableros laterales aparecen lirios y castillos, emblemas del constructor. Sobre ellos, bajo las columnas, un friso que en el frontal tiene figuras geométricas que se transforman en hojas de vid y roble en los laterales. La mayor parte de las inscripciones son hebreas, aunque se ofrecen otras más pequeñas en árabe. Junto a la cabecera se conserva un fragmento del piso original. La techumbre está realizada en madera de alerce con incrustaciones de nácar. Por la puerta lateral de la derecha se accede a un patio típicamente toledano y desde él a una especie de tribuna que se utilizaba como oratorio de las mujeres. El resto de dependencias son salas del incipiente museo sefardí, constituido por objetos donados por miembros de la comunidad sefardita y que van desde objetos de culto (rollos de la Torá, candelabros de siete brazos, filacterias)  a las correspondientes a ciclos vitales como la circuncisión, el matrimonio, la muerte.
     Cuando en 1492 los judíos fueron expulsados, la sinagoga se transformó en iglesia cristiana bajo la advocación de san Benito, y fue administrada por los Caballeros de Calatrava, aunque siempre se la ha conocido como Santa María del Tránsito. A pesar de haber sido usada como templo cristiano, no sufrió modificaciones, por lo que se ha conservado casi en su estado original.
 
 
II. La casa de El Greco.
 
 
     Bajando por la calle de San Juan de Dios, mediada la calle, sale hacia la izquierda un callejón estrecho cuyo empedrado no es el habitual, sino de ladrillo que forma espigas, conducía a la entrada de la casa-museo. Y lo digo en pasado, porque el acceso tiene lugar ahora  por el jardín que da al Paseo del Tránsito.
     Si alguien piensa que la casa que visita es aquella en que realmente vivió el pintor cretense, parece ser que está muy equivocado. El edificio actual fue adquirido y restaurado por el marqués de la Vega-Inclán al que reconstruyó como una casa toledana típica del siglo XVI, creyendo que el tal edificio correspondía a las casas del Marqués de Villena, donde Doménico habitó con Jerónima de las Cuevas al menos entre 1585 y 1590, y desde 1604 hasta su muerte. No obstante, el solar de estas casas, demolidas a comienzos del siglo XX, está bajo las zonas verdes cercanas al paseo.
     Nada más entrar en el jardín por el Paseo del Tránsito observamos a mano derecha unos sótanos protegidos por rejas. Según la leyenda, en el jardín existen hasta nada menos que siete plantas de sótano, donde don Enrique de Villena, nieto de Enrique II de Trastámara, escritor, filósofo, matemático, astrólogo y alquimista, identificado erróneamente con el Marqués de Villena, practicaba en tal lugar artes consideradas nigromantes en la época. En realidad, los sótanos hallados corresponden a baños litúrgicos judíos.
     En el museo se expone un buen número de obras del pintor que le da el nombre, entre las que destacan Las lágrimas de San Pedro (me decía una señora, casi emocionada, que viendo el rostro avergonzado y al mismo tiempo arrepentido del apóstol, su mirada implorante y el dolor expresado con el retorcimiento de sus manos se entendía perfectamente lo que pudo sentir después de las tres negaciones), Vista y plano de Toledo, y un Apostolado completo, segundo de los tres completos que se conservan.
    En  Vista y plano de Toledo, inacabado, predominan los colores ocres claros, rosas y dorados, y los grises suaves y azulados. El conjunto aparece envuelto en luz plateada y matinal. En primer plano, a la derecha, un joven despliega el mapa de la ciudad. Se ha querido ver en ese joven a Jorge Manuel , pero en la época en que se pintó el cuadro, el hijo del pintor tendría ya 30 años y el joven aparenta alrededor de 18. El personaje no ha sido acabado. La graduación del color verde hace que se acabe fundiendo con el color del paisaje que lo rodea, pero el rostro ha sido solo esbozado. El personaje de la izquierda simboliza al río: "Con tanta mansedumbre el cristalino / Tajo por aquella parte caminaba...". Lleva espigas, fruta y un cántaro que mana agua. Detrás, bajo un cielo de azul muy claro, parcialmente nublado, se muestra la ciudad, pintada en colores grises, ocres y azules pálidos que la hacen un tanto espectral. En el centro del lienzo, sobre nubes,  el Hospital Tavera.
     En la parte alta, la Virgen desciende, rodeada de ángeles a entregar a San Ildefonso, arzobispo de Toledo la casulla, motivo muy repetitivo en la pintura, la escultura y la arquitectura toledana. El grupo está pintado en una gama fría de blancos y grises nacarados que contrastan con el amarillo de la casulla.
     El museo muestra también obras de Murillo, Valdés Leal, Luis Tristán, Ribalta...
     Era la segunda visita de la mañana y nuestra gente ya aparecía sentada allá donde hubiera un lugar en que aposentar el antifonario. ¡Pobres! "Cuando me paro a contemplar mi estado..."


(1) Me ha llamado siempe la atención el hecho de que en Toledo se homenajea a un gran número de personas aunque no hayan sido hijas de la ciudad, y se citan sus nombres y se alaban sus hechos. Hay sin embargo, un hijo de la ciudad, excelente poeta renacentista, introductor y aclimatador en España de metros y estrofas italianas, honra y prez de nuestras letras, caballero ejemplar, cuyas visiones poéticas del Tajo llenan de gozo y elevan el espíritu, al que no he oído citar nunca. Ignoro el porqué de tal silencio. Y como me escama, hice el propósito de introducir en este capítulo algún endecasílabo de Garcilaso de la Vega, comenzando por el título. El resto va entrecomillado.


domingo, 29 de junio de 2014

En Toledo: Sirenas y fantasmas

     Don José María Taberner, responsable, alma y cabeza de la expedición, tenía la divertida costumbre de rifar algo al final de las comidas y las cenas, un abanico, por ejemplo, que entregaba a quien acertara algo relacionado con lo explicado o sucedido durante el tiempo de visita a la ciudad. Pero antes, de las rifas auténticas fingía rifar también bolsas, paquetes u objetos que le habían sido entregados por algún miembro del grupo, quien los había encontrado olvidados por su dueño en los lugares más inverosímiles. Llegado el momento, don José María hacía tañer una copa, se situaba en medio del comedor. "¡Voy a rifar...!", decía, mostrando el objeto que inmediatamente era identificado por su dueño: "¡Ay, eso es mío!", exclamaba con voz doliente la persona que lo había perdido u olvidado y le era entregado entre algarabía general y aplausos. Acabada la rifa de la cena del día 17, propuso callejear un poquito la ciudad. La verdad es que tras el madrugón, el viaje, el paseo de la mañana y el tute que yo les había metido por la tarde no había muchos deseos de salir a pescar sirenas y cazar fantasmas. Quedamos en que quienes desearan hacer la experiencia nos reuniríamos en el vestíbulo del hotel a las diez y media.
   ¡Cómo! ¿Que qué es eso de pescar sirenas y cazar fantasmas? ¿Es posible que no lo sepas? Pues es un deporte divertidísimo y reparador, el más eficaz somnífero que pueda uno imaginarse: acabas de tomarlo, te metes en la cama y duermes como un lirón, a pierna suelta. Yo tengo experiencia y te lo aseguro. Lo he practicado por los Cantones de Vitoria, por las rúas de Santiago; en la judería de Córdoba, en el Barrio de las Letras madrileño..., en el Barrio Gótico de Barcelona; entre los edificios mozárabes de Teruel, entre las dos catedrales de Salamanca; en el Penedo da Saudade de Coimbra, en el Barrio Monumental de Cáceres, en la Plaza Redonda de Valencia, mientras oía los requiebros que el fornido Micalet dedicaba a la bella y esbelta torre de Santa Catalina... Y recuerdo con especial devoción una noche de enero con una luminosa luna llena en Zamora, desde la muralla, con el Duero a nuestros pies, cerca del Portillo de la Traición, mientras guiaba a unos amigos catalanes por la ciudad vieja. Claro que en la práctica de este deporte en ocasiones pueden también surgir las sorpresas, como me sucedió en Ávila la noche en que salí con mi perro Cipión y, deambulando intramuros por la ciudad teresiana, llegué ante la portada de un precioso palacio gótico perfectamente iluminado. Para verlo mejor, me subí a la verja y de pronto oigo: "¡Cabo de Guardia!", y al momento se me acerca un piquete de soldados que me pregunta qué hago allí, y una vez me hube explicado, me mandan a la cama... ¡Claro, aquello era la sede de la Academia de Intendencia!
     Llegó la hora y en el vestíbulo había así como una docena de locos y locas dispuestos a hacer méritos para dormir incluso entre sábanas de lija. Al salir de hotel, tomamos por la Puerta del Sol e inmediatamente estuvimos frente a la Mezquita del Cristo de la Luz que no visitaríamos hasta el día siguiente. La calle tiene también el mismo nombre. A pesar de que su empedrado es el típico de las de Toledo y  la cuesta muy empinada, subimos a buen paso hasta la Calle Alfileritos, aunque ya nos faltaba el resuello. Recibe el nombre de una antigua tradición: Unos quince metros a la izquierda de la desembocadura de la Calle del Cristo de la Luz hay en Alfileritos una hornacina con la Virgen de los Dolores, cuya imagen ofrece el corazón traspasado por una serie de puñales. Cuentan que esa imagen procuraba novio a las mozas solteras que rezaran una oración y le hicieran una ofrenda de alfileres. Siguiendo Alfileritos, teníamos dos alternativas: Descender por Núñez de Arce hasta la capilla de San José, en cuyo retablo central se conservan San José con el Niño y Coronación de la Virgen de El Greco, opción que desechamos porque, evidentemente, la capilla estaría cerrada, o acercarnos a Zocodover por La Sillería, cosa que hicimos.
     Zocodover tenía un ambientazo de padre y muy señor mío. La mayoría nos compramos enormes helados de cucurucho que relamíamos con fruición, aunque algunos protestaron de que no eran tan buenos como hubiera sido de desear, y nos pusimos a escuchar el concierto que una joven ofrecía con un instrumento de percusión que emitía música muy dulce y agradable. Calle del Comercio, Hombre de Palo, Plaza del Ayuntamiento, ¡catapum!, concierto de tropecientos mil miles de decibelios con no sé qué canción que ofrecía no sé qué grupo musical, ni falta que me hace saberlo. Me preguntaba yo si ante aquellos chorros de voz el señor arzobispo se deleitaría o juraría en arameo.
     Poniendo rumbo hacia San Ildefonso, pasado el convento de las Agustinas, volvimos a entrar en Alfileritos por la parte opuesta a la que conocíamos, descendimos otra vez por Cristo de la Luz y, llegados al hotel, ¡hala!, cada mochuelo a su olivo.