Cuando de pequeño oía a mis padres
hablar de la carabina de Ambrosio que nunca dispara, me preguntaba quién
habría sido el tal Ambrosio, que había tenido, ¡pobre!, tan mala suerte en la
vida. Bajando en Madrid hace tres años la famosa Cuesta de Moyano, entre el Botánico y el Ministerio de Agricultura,
adquirí en una de las casetas de venta de libros un ejemplar de Del hecho al dicho, de Gregorio Doval, obra que me ha hecho pasar ratos
extraordinarios y donde he encontrado, entre otras cosas, respuesta a esa
pregunta infantil. Parece ser que el tal Ambrosio era un labrador de poca
tierra, un pegujalero, que se veía obligado a trabajar también para otros.
Vivía en un pueblecito cercano a Sevilla a comienzos del siglo XIX. Cuentan
quienes lo conocieron (me va a crecer la nariz como a Pinocho, pero no se lo
digan a nadie) que era un sansirolé,
un alma cándida total. A pesar de
ello, harto hasta las cachas de pasar miserias, decidió echarse al monte armado de una carabina del tiempo de Maricastaña.
Cuando salía al encuentro de alguien y le soltaba a bocajarro: “¡Manos arriba! ¡La bolsa o la vida!”, y
le mostraba el cañón de la carabina, cargada con cartuchos sin pólvora, su cara
bonachona y su aspecto inofensivo, en lugar de intimidar al asaltado le
provocaban risa, así que al cabo de poco, decepcionado y hundida su moral, hubo
de volver a sus pegujales y a sus cuitas económicas.
Lobo a lobo no se muerde
Dos al saco y el saco en tierra
Huye del malo, que trae daño
Más vale solo que mal acompañado
Dime con quién andas y te diré quién
eres
El que está en el lodo querría arrastrar
a otro
Costumbres de mal maestro sacan
hijo siniestro
No te allegues a los malos, no se
vean aumentados
No imites al malo; ándate tras el
bueno para emularlo
El tramposo, el codicioso y el tahúr
pronto se conciertan