El rey Enrique IV de Francia tuvo una existencia totalmente novelesca. Era hijo de Antonio de Borbón, rey de Navarra, cuya corona heredó con el nombre de Enrique III. Corren los tiempos de las Guerras de Religión, siglo XVI, entre católicos y protestantes. Pudo escapar a la matanza de la Noche de San Bartolomé. Huyó y dirigió la Unión protestante. La muerte del duque de Alençon lo hizo heredero de la corona francesa, pero los católicos no lo aceptaron y le opusieron como candidato al Cardenal de Borbón. A fin de evitarlo, tras pronunciar, dicen, la célebre frase “París bien vale una misa” abjuró el protestantismo y entró triunfalmente en la ciudad del Sena. Para restablecer la paz inauguró un régimen de tolerancia tras el edicto de Nantes. Aunque casó dos veces, su vida privada estuvo llena de aventuras galantes, tanto que recibió el apodo le Vert Galant. A este respecto, se cuenta la anécdota que ofrezco: Dadas las frecuentísimas aventuras extramatrimoniales del rey, el confesor le recriminaba constantemente su conducta. Como al confesor le gustaba mucho la perdiz, Enrique decidió darle una lección práctica, haciendo que le sirvieran perdiz, cocinada de distintas formas, en todas las comidas. Si al principio todo fueron parabienes y satisfacción, al cabo de dos días el pobre clérigo, ahíto de la sabrosa gallinácea, no era capaz de tragar ni un bocado más. Cuando el monarca se lo reprochó, contestó con tono quejumbroso y a punto de vomitar: “Mais, sire, toujours perdrix...”. Y el rey, irónicamente grave, lo imitó: "Mais, monsieur, toujours la Reine...”
RECUERDA:
Todos los días perdiz, cansa
Todos los días manjar, enfada
Cada día gallina, amarga la cocina
Todos los días olla, amarga el caldo
El niño regalado siempre está enojado
Un manjar de continuo quita el apetito
Al hombre harto, las cerezas le amargan