En Babelia, uno de los países de la península más occidental del Antiguo Mundo, también conocido por 'la piel de toro' a causa de la semejanza entre su perfil geográfico y la piel extendida de tan fiero animal, desde el año 46 del siglo del cocodrilo, se disfrutaba de un régimen democrático que había llevado al nacimiento de diversas 'autonomías', creadas teniendo en cuenta la distribución (no siempre la historia) de las distintas regiones.
Hablaban los babelinos una antigua lengua común, de la que en general se sentían orgullosos, dada su dignidad y eufonía, su frescura y nobleza, su elasticidad y elegancia, su firmeza y lozanía, su eficacia y suficiencia, que les permitía expresar con exactitud y belleza los usos, necesidades, afanes, sensaciones, sentimientos y pasiones, el amor y el odio. El orgullo se acrecía al pensar que esa lengua era el vehículo expresivo, el vínculo de unión entre más de trescientos millones de seres humanos.
Conseguido el régimen autonómico, los políticos se dedicaron a buscar los 'hechos diferenciales' que marcaran las disparidades de su autonomía con las del resto de Babelia, cuyo nombre, por cierto, procuró silenciarse como se pudo por medio del uso de todo tipo de fórmulas eufemísticas. Aprovechando que algunas autonomías periféricas poseían otra lengua propia además de la común, encontraron en aquella la enjundia del espíritu autonómico, cada vez más tendente a la secesión y el independentismo: El honorable Maestro Yela en el Este, el Guapotari en el Norte y, en las fragosidades del Noroeste, el Enxebre decidieron 'normalizar' lingüísticamente sus territorios: toda literatura oficial y administrativa se escribió en la lengua diferenciadora, relegando al olvido en los documentos oficiales la lengua común. La misma suerte corrió la rotulación de la circulación viaria. Se subvencionó la 'normalización' de los rótulos comerciales y se instó a la población, mediante campañas en todos los medios de comunicación, al uso de la 'lengua normalizada'. A golpe de Decreto se produjo la 'inmersión' lingüística en la Universidad, en los Centros de Enseñanza Secundaria, en los Colegios... Mayor resistencia hubo en el mundo de la Justicia, pero coacciones y amenazas llevaron a la humillación y a la huida a muchos funcionarios. Los empresarios, con un sentido práctico elemental e inequívoco, pusieron el grito en el cielo y se negaron a etiquetar solo en la lengua de la autonomía.
Dadas las inmensas sumas que a ello se destinaban, dadas las pingües subvenciones, normalizar se convirtió en negocio lucrativo para más de uno. Se despertó la envidia, muchos dientes se pusieron largos, babearon las glándulas salivares, y como en un charco de ranas, por todas partes se pidió la ´normalización', aunque no existiera más lengua que la común.
Se seguía siempre el mismo proceso: Unas pintadas en las paredes, manifestaciones callejeras de un máximo de doscientos o trescientos participantes, concesión de una subvención fija de varios millones a cargo del erario público de la Consejería correspondiente, acceso a la escuela del reciente invento, nombramiento de maestros que pudieran enseñarlo, disminución de horas de estudio de la lengua común y decretazo que establece lenguas cooficiales.
Así ocurrió en Conceyu. Y a la vista del éxito se intentó lo mismo con la 'fabla' rododéndrica de Arándano, y también con el 'cantabru', hablado en los breñales de Sanctiemeteri. Y con cargo al presupuesto municipal, se llevó a cabo la elegante edición de la 'Primera Gramática' de Extremoso, en cuyo primer capítulo, Loh animalih se comunican, se leía: "El hombri, animal racional pol entonomasia, á conseguíu un grau supeliol d'ehpecialización y á garruchahau un ecelenti ehtrumentu'comunicación: el luenguahi umanu. Ehti se dehtingui del luenguahi animal en que'éhti eh mu primariu y rentizáu mentrih qu'el umanu pue emitil enfinituh mensahih baliéndusi de mu pocah piezah de comunicación". (1)
Y como la vacuna contra el desnorte no fue descubierta a tiempo, allá en las Afortunadas Islas Suroccidentales de Babelia se manifestó también la necesidad de establecer hechos diferenciales lingüísticos como señas de identidad. Cuentan las crónicas universitarias del año 68 que en la apertura del año académico, el profesor que debía pronunciar la lección inaugural, cansado de la gazmoñería política, preguntó a las autoridades autonómicas presentes en el acto si consideraban que hubiera sido preferible que en lugar de asistir él con toga, muceta y birrete debiera haberlo hecho con manta esperancera y sombrero desalado, y si en lugar de la lengua común debía pronunciar su discurso en 'jabla', pues que ya eran una nacionalidad. Y continuó con sorna: "A primera vista no me paice que los políticos que padecemos tengan el pomo caído o las madres reviradas, pero me paice que están como un tanto algo jíbicos o bien que sus sesos jayan sufrido un paralís que se los jaya dejado paralisos y los muy confiscados andan como medio encochinados. No sé si uno de los remedios pa que dejen d'istar cancaniando y garrapatiando y jaciendo chafalmejadas por los charaviscales políticos que paicen qu'están sindicados, sería darles un bernegal de una agüita guisada o un berberaje de almirones, marimoñas, jinojo, matalajuga o arguazo acabandito jacer". (1)
Y por si fuéramos pocos... En las páginas web de internet aparecieron reclamos para buscar en la lengua la esencia del pasado de cada comarca. Era necesario reencontrar las palabras que habían tejido la cultura de los mayores, había que restaurar los tesoros perdidos en el tiempo. Y sin orden ni concierto se hizo acopio de vulgarismos y variedades rústicas comunes que eran enarbolados como señales distintivas.
El sarampión llegó al momento álgido cuando los babelinos quisieron poseer formas de expresión personales, exclusivas. Unos, a la manera latina, buscaron el hecho diferencial en el hipérbaton: 'Estos que han a mi mente acudido inquietantes pensamientos su origen de las últimas novedades en la lectura tienen'. Otros, menos humanistas, se acostaron a formas más relajadas, como en La vuelta al día en ochenta mundos, de Julio Cortázar: "Era un inofensivo aparentemente cohete lanzado Cañaveral americanos Cabo por los desde. Razones se desconocidas por órbita de la desvió, y probablemente algo al rozar invisible la Tierra devolvió a". Los más recalcitrantes fueron quienes decidieron seguir la moda de Meter Bichsel, que todo lo encontraba monótono, y, para romper la monotonía decidió intercambiar el nombre de los objetos y de las acciones.
Y cuando sus muy particulares, peculiares y personales lenguas ya no sirvieron para comunicar sino para diferenciar y distinguir, se sintieron en el colmo de la felicidad y fueron considerados el colmo de la inepcia.
(1) Tomo las dos anécdotas del artículo de Gregorio Salvador Lenguas imaginarias.
La Revista del Jordi, enero de 1999