Don José María Taberner, responsable, alma y cabeza de la expedición, tenía la divertida costumbre de rifar algo al final de las comidas y las cenas, un abanico, por ejemplo, que entregaba a quien acertara algo relacionado con lo explicado o sucedido durante el tiempo de visita a la ciudad. Pero antes, de las rifas auténticas fingía rifar también bolsas, paquetes u objetos que le habían sido entregados por algún miembro del grupo, quien los había encontrado olvidados por su dueño en los lugares más inverosímiles. Llegado el momento, don José María hacía tañer una copa, se situaba en medio del comedor. "¡Voy a rifar...!", decía, mostrando el objeto que inmediatamente era identificado por su dueño: "¡Ay, eso es mío!", exclamaba con voz doliente la persona que lo había perdido u olvidado y le era entregado entre algarabía general y aplausos. Acabada la rifa de la cena del día 17, propuso callejear un poquito la ciudad. La verdad es que tras el madrugón, el viaje, el paseo de la mañana y el tute que yo les había metido por la tarde no había muchos deseos de salir a pescar sirenas y cazar fantasmas. Quedamos en que quienes desearan hacer la experiencia nos reuniríamos en el vestíbulo del hotel a las diez y media.
¡Cómo! ¿Que qué es eso de pescar sirenas y cazar fantasmas? ¿Es posible que no lo sepas? Pues es un deporte divertidísimo y reparador, el más eficaz somnífero que pueda uno imaginarse: acabas de tomarlo, te metes en la cama y duermes como un lirón, a pierna suelta. Yo tengo experiencia y te lo aseguro. Lo he practicado por los Cantones de Vitoria, por las rúas de Santiago; en la judería de Córdoba, en el Barrio de las Letras madrileño..., en el Barrio Gótico de Barcelona; entre los edificios mozárabes de Teruel, entre las dos catedrales de Salamanca; en el Penedo da Saudade de Coimbra, en el Barrio Monumental de Cáceres, en la Plaza Redonda de Valencia, mientras oía los requiebros que el fornido Micalet dedicaba a la bella y esbelta torre de Santa Catalina... Y recuerdo con especial devoción una noche de enero con una luminosa luna llena en Zamora, desde la muralla, con el Duero a nuestros pies, cerca del Portillo de la Traición, mientras guiaba a unos amigos catalanes por la ciudad vieja. Claro que en la práctica de este deporte en ocasiones pueden también surgir las sorpresas, como me sucedió en Ávila la noche en que salí con mi perro Cipión y, deambulando intramuros por la ciudad teresiana, llegué ante la portada de un precioso palacio gótico perfectamente iluminado. Para verlo mejor, me subí a la verja y de pronto oigo: "¡Cabo de Guardia!", y al momento se me acerca un piquete de soldados que me pregunta qué hago allí, y una vez me hube explicado, me mandan a la cama... ¡Claro, aquello era la sede de la Academia de Intendencia!
Llegó la hora y en el vestíbulo había así como una docena de locos y locas dispuestos a hacer méritos para dormir incluso entre sábanas de lija. Al salir de hotel, tomamos por la Puerta del Sol e inmediatamente estuvimos frente a la Mezquita del Cristo de la Luz que no visitaríamos hasta el día siguiente. La calle tiene también el mismo nombre. A pesar de que su empedrado es el típico de las de Toledo y la cuesta muy empinada, subimos a buen paso hasta la Calle Alfileritos, aunque ya nos faltaba el resuello. Recibe el nombre de una antigua tradición: Unos quince metros a la izquierda de la desembocadura de la Calle del Cristo de la Luz hay en Alfileritos una hornacina con la Virgen de los Dolores, cuya imagen ofrece el corazón traspasado por una serie de puñales. Cuentan que esa imagen procuraba novio a las mozas solteras que rezaran una oración y le hicieran una ofrenda de alfileres. Siguiendo Alfileritos, teníamos dos alternativas: Descender por Núñez de Arce hasta la capilla de San José, en cuyo retablo central se conservan San José con el Niño y Coronación de la Virgen de El Greco, opción que desechamos porque, evidentemente, la capilla estaría cerrada, o acercarnos a Zocodover por La Sillería, cosa que hicimos.
Zocodover tenía un ambientazo de padre y muy señor mío. La mayoría nos compramos enormes helados de cucurucho que relamíamos con fruición, aunque algunos protestaron de que no eran tan buenos como hubiera sido de desear, y nos pusimos a escuchar el concierto que una joven ofrecía con un instrumento de percusión que emitía música muy dulce y agradable. Calle del Comercio, Hombre de Palo, Plaza del Ayuntamiento, ¡catapum!, concierto de tropecientos mil miles de decibelios con no sé qué canción que ofrecía no sé qué grupo musical, ni falta que me hace saberlo. Me preguntaba yo si ante aquellos chorros de voz el señor arzobispo se deleitaría o juraría en arameo.
Poniendo rumbo hacia San Ildefonso, pasado el convento de las Agustinas, volvimos a entrar en Alfileritos por la parte opuesta a la que conocíamos, descendimos otra vez por Cristo de la Luz y, llegados al hotel, ¡hala!, cada mochuelo a su olivo.
Zocodover tenía un ambientazo de padre y muy señor mío. La mayoría nos compramos enormes helados de cucurucho que relamíamos con fruición, aunque algunos protestaron de que no eran tan buenos como hubiera sido de desear, y nos pusimos a escuchar el concierto que una joven ofrecía con un instrumento de percusión que emitía música muy dulce y agradable. Calle del Comercio, Hombre de Palo, Plaza del Ayuntamiento, ¡catapum!, concierto de tropecientos mil miles de decibelios con no sé qué canción que ofrecía no sé qué grupo musical, ni falta que me hace saberlo. Me preguntaba yo si ante aquellos chorros de voz el señor arzobispo se deleitaría o juraría en arameo.
Poniendo rumbo hacia San Ildefonso, pasado el convento de las Agustinas, volvimos a entrar en Alfileritos por la parte opuesta a la que conocíamos, descendimos otra vez por Cristo de la Luz y, llegados al hotel, ¡hala!, cada mochuelo a su olivo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario