lunes, 20 de octubre de 2014

Apostillas al refranero. Codicia

            Midas fue un famoso rey de Frigia unos setecientos años antes de Cristo, famoso por sus innumerables riquezas, cosa nada extraña si se tiene en cuenta la abundancia de oro, cobre y hierro de las minas de la región. Según la leyenda, poseía un jardín plagado de rosales que ofrecían las rosas más perfectas contempladas por los mortales. En cierta ocasión, un sátiro de los manantiales, gordinflón, chato y grotesco, ebrio como una cuba, padre de Diónisos, dios del vino, se metió en el jardín. A pesar de su estado, Midas lo acogió con simpatía y se ocupó de él hasta que el propio dios en persona fue a recogerlo. En agradecimiento a su hospitalidad, Diónisos prometió concederle un deseo. El rey, codicioso, le pidió que cuanto sus manos tocasen se transformara en oro. Ni que decir tiene que se lo concedió de inmediato. En efecto, a partir de aquel momento, cuanto Midas tocaba se volvía oro. Al principio, todo fue satisfacción: los ojos del rey hacían chiribitas, en tanto la codicia distorsionaba las facciones de su rostro, con muecas desasosegadas y ansiosas, mas al poco surgió el desengaño: hasta los alimentos se convertían en oro, lo que estuvo a punto de costarle la muerte por inanición. Desesperado, buscó remedios por todas partes, aunque solo consiguió librarse de tan funesto regalo cuando se bañó en las aguas del río Pactolo, que desde entonces y hasta hoy arrastra arenas auríferas y pepitas del precioso metal.
 
RECUERDA:
 
La avaricia rompe el saco
Cuanto más poseo, más deseo
Cuanto más tengo, más quiero
Todo lo querrás, todo lo perderás
Corazón codicioso no tiene reposo
Quien todo lo quiere todo lo pierde
El que quiere la col quiere las hojas de alrededor
 
 La gloria, de quien la gana; el dinero, de quien lo agarra


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