Midas
fue un famoso rey de Frigia unos setecientos años antes de Cristo, famoso por
sus innumerables riquezas, cosa nada extraña si se tiene en cuenta la
abundancia de oro, cobre y hierro de las minas de la región. Según la leyenda,
poseía un jardín plagado de rosales que ofrecían las rosas más perfectas
contempladas por los mortales. En cierta ocasión, un sátiro de los manantiales,
gordinflón, chato y grotesco, ebrio como una cuba, padre de Diónisos, dios del
vino, se metió en el jardín. A pesar de su estado, Midas lo acogió con simpatía y se ocupó de él hasta que el propio
dios en persona fue a recogerlo. En agradecimiento a su hospitalidad, Diónisos
prometió concederle un deseo. El rey, codicioso, le pidió que cuanto sus manos
tocasen se transformara en oro. Ni que decir tiene que se lo concedió de
inmediato. En efecto, a partir de aquel momento, cuanto Midas tocaba se volvía oro. Al principio, todo fue satisfacción:
los ojos del rey hacían chiribitas, en tanto la codicia distorsionaba las
facciones de su rostro, con muecas desasosegadas y ansiosas, mas al poco surgió
el desengaño: hasta los alimentos se convertían en oro, lo que estuvo a punto
de costarle la muerte por inanición. Desesperado, buscó remedios por todas
partes, aunque solo consiguió librarse de tan funesto regalo cuando se bañó en
las aguas del río Pactolo, que desde entonces y hasta hoy arrastra arenas
auríferas y pepitas del precioso metal.
RECUERDA:
La avaricia rompe el saco
Cuanto más poseo, más deseo
Cuanto más tengo, más quiero
Todo lo querrás, todo lo
perderás
Corazón codicioso no tiene
reposo
Quien todo lo quiere todo lo pierde
El que quiere la col quiere las
hojas de alrededor
No hay comentarios:
Publicar un comentario