A lágrima viva lloré en los Arribes
del Duero la noche en que, de niño, la oscuridad se me echó encima en pleno
descampado, me cercó el relente y todo a mi alrededor se hizo silencio
sospechoso solo roto por el ruido sordo y continuado del agua encajonada del
río entre las dos paredes de roca de las márgenes portuguesa y española. Allí,
entre hipidos y gimoteos aprendí lo que era la soledad, de la que me arrancó el
ruido de unas rápidas, firmes y decididas pisadas de las botas de mi padre en
la grava de la estrecha senda en que me encontraba incapaz de dar un paso. Pero
en aquel paraje aprendí también a disfrutar de otro tipo de soledad que después
me ha llenado de gozo muchas veces: la soledad buscada, la soledad creativa que
excita el vuelo de la imaginación, fomenta la práctica de la lectura sosegada y
desarrolla la capacidad de reflexión. Lo que no he sido capaz de encontrar aún
es la soledad de que habla Miguel de Unamuno, “la absoluta, la completa, la verdadera soledad”, esa que “consiste en no estar ni aun consigo mismo”,
aunque, os lo aseguro, tras una breve visita al monasterio
carmelita de El Desierto de las Palmas, o mejor dicho, pensando después en cuanto
allí experimenté y viví, he creído vislumbrar en qué podría consistir esa soledad.
Un grano no hace
granero
Tizón solo no arde
sin otro
Para muestra basta
un botón
¡Buen puñado son
tres moscas!
Un solo golpe no
derriba un roble
Huye de la multitud
y tendrás quietud
Soy Juan Palomo:
yo me lo guiso y yo me lo como
Una golondrina
sola no hace verano, ni solo una virtud bienaventurado
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