El día 1 de abril hube de tomar en
Madrid el autobús urbano 26 para acercarme a Atocha, en cuya estación había de
recoger a una amiga que llegaba en el AVE, había de trasladarse a la estación
de Chamartín y no conocía los intríngulis de los trenes madrileños de
cercanías. Ojeaba el periódico encaramado en uno de los asientos, cuando en una
de las paradas vi subir a un señor, aproximadamente de mi edad, que llevaba
orgulloso a una chiquilla en brazos, seguido de una mujer joven, mochila a la
espalda, bandana a la cabeza, atada bajo el pelo del cogote, a la que
seguía otro anciano con el que ella hablaba animadamente y que la seguía
portador de una pequeña maleta. Pensé: dos abuelos, orgullosos de su nieta, que
acompañan felices el uno a su hija y el otro a su nuera, y forman, satisfechos,
la guardia de corps de la pequeñaja. Pero inmediatamente advertí que me había
equivocado de medio a medio, pues la supuesta nieta iba inquieta entre los
brazos del supuesto abuelo y buscaba insistentemente a la madre. El señor buscó
una plaza libre, sentó a la niña, esperó a que llegara la madre y se retiró con
leve inclinación de cabeza, sin dejar de sonreír. El que llevaba la maleta,
aseguró el equipaje, hizo una caricia a la chiquilla y se apartó en dirección
opuesta al otro. Evidentemente la historieta que yo me había montado era más falsa
que los testimonios contra Jesús ante Caifás y Anás: ni había relación de parentesco,
ni de amistad y posiblemente ni se conocieran. De todos modos, sentí un orgullo
profundo por el comportamiento de aquellos dos hombres, de modo que me propuse hacerlos
protagonistas incógnitos de la primera apostilla que escribiera: la que estás leyendo
y que he terminado a las 12 y 58 del Jueves Santo de 2015.
Por sus obras los
conoceréis
La cuba huele al
vino que tiene
Quien no oye consejo
no llega a viejo
El corazón y los
ojos nunca son viejos
El agradecido no
olvida el bien recibido
No es señor el
que nace, sino el que serlo sabe
Viejo soy, mozo
fui: nunca al bueno desamparado ni hambriento vi
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