Si
por su belleza y elegancia la Lonja de la Seda y Consulado del Mar es símbolo
arquitectónico de Valencia, es también suma iconográfica de cuanto podemos
hallarnos en la sociedad, no solo de lo bueno sino también de lo malo, de lo
aceptable y de lo reprobable. En los monumentos góticos, las gárgolas han sido
siempre, incluso en las catedrales, lugares preferidos por los canteros para
desahogar sus fantasías, dejar volar su imaginación, plasmar sus osadías,
irreverencias y procacidades. Aún recuerdo la visita que hice al edificio un
sábado por la mañana allá por los años ochenta con dos compañeros y el jolgorio
que nos traíamos con el descubrimiento que hacíamos de desvergüenzas desde una
isleta de tráfico de la Plaza del Mercado: la mujer que, pechos al aire, separa
la ropa de su saya con las manos para mostrar su entrepierna en tanto ofrece
abierta sensualmente su boca; un poco a la derecha, un monje sostiene entre sus
brazos un animal medio cerdo, medio delfín, al que está violando en un acto de
bestialidad que le provoca hondo placer; más a la derecha, un individuo
señala un culo bien formado cuyo ano indica de modo ostensible; otra semeja
un monstruo que acaba de defecar y muestra la satisfacción y el alivio que el
acto le ha producido. Pero no solo en las gárgolas. También en los dinteles de
las ventanas, en las cornisas, en las ménsulas se observan escenas como
individuos que lavan el culo a otros que, ligeramente agachados, muestran en
perspectiva posterior sus colgantes atributos sexuales masculinos con todo detalle.
Quien mucho se baja, el culo enseña
Una vez que me arremangué, toda me ensucié
El día que no escobé vino a mi casa quien no pensé
Para una vez que me agaché, la fandanga se me vio
El día que no me afeité vino a mi casa quien no pensé
Nunca viene sino cuando meo y me halla arremangada
A quien mucho se arremanga, se le ve el culo y la nalga
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