Cuando
yo era estudiante, el Colegio Mayor en que residía daba en su fachada a la
hermosa plaza de Fray Luis de León. Por la parte de atrás, las ventanas recaían
a una estrecha calle cuya acera de enfrente estaba limitada por una serie de viviendas
unifamiliares. En una de ellas residía un matrimonio. El esposo debía beber de
lo lindo las noches de las vísperas de fiesta. Se hallaba uno centrado en
el estudio, cuando hacia las dos de la madrugada se oían voces femeninas: “¡Adorador de Baco, sucesor de Noé!”,
seguidas de discusión que se prolongaba al menos durante media hora. Totalmente
descentrado, el que suscribe se imaginaba una tópica disputa medieval entre dos
polos contrapuestos y, bostezando, se iba a la cama, mientras la suponía a ella
iracunda y casi llorosa y a él beodo perdido, arrastrando las sílabas, en
diálogo que seguramente no se produjo nunca:
- La
casa envinada, medio empeñada.
- Mientras
vivas, bebe vino.
- Mostacho
gacho, señal de borracho.
- El
vino alegra el ojo, limpia el diente y sana el vientre.
- Quien
mucho vino cena poco pan almuerza.
- Al catarro, con el jarro.
- Quien mucho bebe, a sí daña y a los otros hiede.
- El arroz, el pez y el pepino nacen en agua y mueren en vino.
- Donde
entra el beber, sale el saber.- Al catarro, con el jarro.
- Quien mucho bebe, a sí daña y a los otros hiede.
- El arroz, el pez y el pepino nacen en agua y mueren en vino.
- El vino hace reír y dormir y los colores salir.
Si
él no hubiera estado tan piripi pudiera haberle dicho: “No soy digno de beber agua sin vino mas por
remojar la palabra, bebo vino sin agua” y hubiera terminado antes.
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