sábado, 28 de junio de 2014

En Toledo: Santo Tomé y Santa María la Blanca

 
 
     Al salir de la Catedral, el grupo estaba ya un poco cansado; no obstante optamos por apurar la tarde, nos dirigimos a la judería y nos acercamos a la Iglesia de Santo Tomé a cuya entrada se encuentra el cuadro más famoso de Doménico Theotocópuli. Adquirimos allí la pulsera turística que nos permitiría visitar a mitad de precio Santo Tomé, Santa María la Blanca, San Juan de los Reyes, San Ildefonso, el Cristo de la Luz y la Iglesia del Salvador.
 
 
I. El entierro del Señor de Orgaz
 
 
     La construcción inicial de Santo Tomé es del siglo XII, lo que la convertiría en una de las más antiguas iglesias de la ciudad. El edificio primitivo se arruinó completamente y fue reconstruida en el siglo XIV. Las obras fueron costeadas por don Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de Orgaz, notario mayor del reino, que además dejó ordenada en su testamento una donación anual, monetaria y en especie, para el sostenimiento de la iglesia y de los pobres. Es un templo muy sencillo de tres naves y una torre mudéjar de planta cuadrada, de ladrillo y mampostería. En el año 2001 se encontraron los restos de don Gonzalo Ruiz de Toledo en un sarcófago de granito cubierto con una lápida. 
     La razón de la visita no es la iglesia en sí, sino el cuadro monumental que El Greco realizó entre 1586 y 1588 y que refleja el milagro acaecido en 1323 en el momento de enterrar al caballero: san Agustín y san Esteban acuden para depositar el cuerpo del fallecido en la tumba. Parece ser que los sucesores de don Gonzalo habían dejado de pagar  durante dos años las mandas ordenadas en el testamento, por lo que el párroco, Andrés Núñez de Madrid, los demandó, ganó el pleito y gastó el dinero correspondiente a la parroquia en el encargo al pintor.  
     El Greco divide el lienzo en dos zonas: terrestre y celeste. En zona correspondiente a la tierra, san Esteban toma el cuerpo del caballero, recubierto con su armadura, por las piernas, san Agustín por la espalda y van a depositarlo en la tumba, mientras el alma va a ser introducida, casi en el centro geométrico del cuadro, entre un celaje de nubes, en la Gloria, como si, separada del cuerpo, buscase subsumirse en su origen espiritual. Delante de san Esteban un niño, rodilla en tierra, porta un hachón en la mano derecha y señala con la izquierda el primor de los bordados de la casulla del santo. De un bolsillo de la ropa del niño sale un pañuelo blanco en que se encuentra la firma del pintor y una fecha, la del nacimiento de su hijo Jorge Manuel, por lo que se considera un retrato del chiquillo. Una galería de personajes de la época asiste de riguroso luto con toda naturalidad al milagro que está sucediendo. Sus cabezas se agrupan en línea casi recta trazada desde el franciscano de la izquierda al clérigo que lee el oficio de difuntos junto a la cruz. Todos parecen en silencio, salvo el agustino de hábito negro que está sugiriendo algo al franciscano; todos, abstraídos, dirigen sus miradas o a las alturas o a la escena milagrosa o a otro personaje cercano, mientras las manos parecen querer aclarar los íntimos pensamientos reflejados en los rostros de clérigos y gentileshombres. Solo uno de ellos mira al posible espectador del cuadro. Dicen que el rostro de ese caballero es el de Doménico Theotocópuli.
     Las ropas de los santos y de los clérigos son un prodigio de riqueza visual. La mitra de san Agustín se halla primorosamente bordada en oro. Las capas, amén de los bordados, ofrecen visiones de cuadros dentro del cuadro. En la capa de san Esteban se advierte el martirio del protomártir del cristianismo, que de rodillas en el suelo es lapidado por individuos desnudos para mejor apedrearlo. En la de san Agustín se nos ofrecen retratos de san Pablo, de un evangelista y de santa Catalina. Y en la del párroco, posiblemente el de san Andrés. El sobrepelliz transparente y arrugado del clérigo que está de espaldas es todo un logro.
     La zona superior se halla presidida por Jesús, vestido con un sudario blanco con los brazos abiertos para recibir el alma, y el Espíritu Santo en el vértice de un triángulo. En plano más bajo, como punto de otro de los ángulos se halla la Virgen en actitud de recogimiento y mansedumbre. Frente a la Virgen, san Juan Bautista, rodilla en tierra, intercede por el alma que casi crisálida sostiene el ángel por encima del plano terrestre. Alrededor, los bienaventurados, desde san Pedro, por debajo de Jesús, hacia la derecha, hasta una serie de santos, entre los que advertimos un retrato de Felipe II, aunque aún no hubiera fallecido el rey prudente.

II. Santa María la Blanca
 

    Por la calle de los Reyes Católicos avanzamos lentamente hasta la sinagoga de Santa María la Blanca. Casi al límite de la hora de admisión entrábamos en el remanso de paz que es el jardín tapiado de la sinagoga. Una morenita costarricense nos fue recibiendo con bastante paciencia, pues llegábamos ya un tantico desperdigados. Mejor me callo la expresión castiza que define esa forma de avanzar.
     Es la más antigua de las sinagogas, construida en tiempos de Alfonso VIII, gran protector de los judíos, a finales del siglo XII. Investigaciones recientes han confirmado que se trata de la Sinagoga Mayor de Toledo. En 1411, por las predicaciones de san Vicente Ferrer, se transforma en ermita cristiana bajo la advocación con la que hoy se conoce. En el siglo XVI sirvió como Refugio de la Penitencia para mujeres arrepentidas; en el XVIII fue cedida para cuartel y más tarde, ya en el XIX, sirvió como almacén del Ejército. Construida sobre planta de cuadrilátero irregular, orienta su cabecera al este, buscando a Jerusalén. Consta de cinco naves, separadas por arcos de herradura que se apoyan sobre pilares ochavados. La unión entre arcos y pilares se logra mediante capiteles decorados  con piñas entrelazadas con cintas.
     Ya fuera de horario, pasamos de nuevo a Reyes Católicos y pian pianito salimos de la ciudad amurallada por la Puerta del Cambrón, así llamada por una planta espinosa, llamada cambronera que arraigó en uno de los torreones. Siguiendo la muralla por el ajardinado Paseo de Recaredo avanzamos hasta la puerta de Alfonso VI, puerta en arco de herradura, más modesta que otras, pero, creo yo, más auténtica. Reintegrados de nuevo a la zona del Arrabal, pudimos contemplar la fachada de la iglesia mudéjar de Santiago, donde asistimos a misa y admiramos el magnífico Retablo Mayor.


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