¡Qué
imprevisible es el azar! Cuando mejores piezas ofrecía la trotaconventos a Juan
Ruiz, cuando le había servido ya en bandeja a la hermosa viudita doña Endrina,
cuando había puesto al alcance de su arco a la monja doña Garoza, vino sin
previo aviso la gran empadronadora y segó con su guadaña a la vieja alcahueta.
Como no podía ser de otro modo, el arcipreste de Hita lo lamenta y hace un sentido
llanto funeral a la comadre, en el que denuesta y maldice a la muerte en tanto
ensalza las virtudes de la correveidile,
a quien supone en la Gloria en compañía de los mártires, pues, ¡pobrecilla!,
constantemente había sido martirizada en el mundo por cada uno de los dos
amantes de tantísimos apaños en que ella celestineó. Elogia sobre todo aquel
anzuelo tan sutil del que no había ninguna que escapara. Y en tanto buen
cristiano, el clérigo ofrecerá limosnas, oraciones y misas por la eficiente encandiladora,
para que Dios la albergue entre sus santos. Claro que para cubrirse las
espaldas pide a las damas que no se enfaden con él, pues si la zurcidora de
gustos las hubiera servido tan bien como lo había servido a él, también ellas
se comportarían del mismo modo. Finalmente, escribe un epitafio para la tumba
de Urraca.
RECUERDA:
Lágrimas
quebrantan peñas
Lágrimas de
damas son agua en la fragua
Lágrimas de
mujer lo que no quieren no alcanzan
El labrador
siempre está llorando o por duro o por blando
Lágrimas y
suspiros mucho desenconan el corazón dolorido
Lloro de
hembra no te mueva, que lloro de risa pronto engendra
Ni a la mujer
qué llorar ni al perro qué mear nunca le ha de faltar
En mal de niño,
cojera de perro y lágrimas de mujer no hay que creer
No hay comentarios:
Publicar un comentario