miércoles, 24 de diciembre de 2014

Apostillas al refranero. Regalos

            La madre abrió el cañizo de la cerca del prado y los chiquillos entraron correteando como potrillos en la verde alfombra que se extendía, fresca y suave, a sus pies. Sentada en la cerca de piedra, aspiraba con fruición el humo del cigarrillo que acababa de encender, mientras pensaba, abstraída, en el contraste de aquel silencio solo roto por los agudos chillidos y las risas de los niños con el bullicioso ajetreo y el desagradable ronquido del tráfico que habría a aquella hora cualquier día de la semana a la puerta del colegio en la ciudad. El leve contacto de una manita en su rodilla la sacó de sus cavilaciones. Frente a ella, sus retoños le ofrecían margaritas que habían florecido, a pesar de que el calendario estaba a punto de entrar ya en noviembre. Halagada, trazó amplia sonrisa y se inclinó para recoger las flores y besar sonoramente a los chiquillos en las mejillas. Sabía muy bien que en el regalo se le ofrecía toda la admiración, la devoción y el cariño de los niños que era ya de por sí todo un jardín florido. Y aunque seguramente ni la madre ni las criaturas lo supieran, le habían entregado también en solo una flor toda la infloración de la naturaleza, pues en las hojas radicales en roseta, trasovadas y espatuladas, con festones poco profundos, que hacen corona alrededor de la lígula amarilla formada por pequeñas escamas de la corola gamopétala, se encontraba la inflorescencia toda de los jardines colgantes de Babilonia.
 
RECUERDA:
 
Dádiva de ruin a su dueño se parece
El reloj y el galán siempre han de dar
Cuando te dieren el anillo, pon el dedillo
Si me lo has de dar, no me lo hagas desear
Cuando te dieren el buen dado, échale la mano
Ríese el diablo, cuando el hambriento da al harto
Cuando te dieren la vaquilla, corre con la soguilla
 
 El sastre de El Campillo que cosía de balde y ponía el hilo
 


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