La madre abrió el cañizo de la cerca
del prado y los chiquillos entraron correteando como potrillos en la verde
alfombra que se extendía, fresca y suave, a sus pies. Sentada en la cerca de
piedra, aspiraba con fruición el humo del cigarrillo que acababa de encender,
mientras pensaba, abstraída, en el contraste de aquel silencio solo roto por los
agudos chillidos y las risas de los niños con el bullicioso ajetreo y el desagradable
ronquido del tráfico que habría a aquella hora cualquier día de la semana a la
puerta del colegio en la ciudad. El leve contacto de una manita en su rodilla
la sacó de sus cavilaciones. Frente a ella, sus retoños le ofrecían margaritas
que habían florecido, a pesar de que el calendario estaba a punto de entrar ya
en noviembre. Halagada, trazó amplia sonrisa y se inclinó para recoger las
flores y besar sonoramente a los chiquillos en las mejillas. Sabía muy bien que
en el regalo se le ofrecía toda la admiración, la devoción y el cariño de los
niños que era ya de por sí todo un jardín florido. Y aunque seguramente ni la
madre ni las criaturas lo supieran, le habían entregado también en solo una
flor toda la infloración de la naturaleza, pues en las hojas radicales en
roseta, trasovadas y espatuladas, con festones poco profundos, que hacen corona
alrededor de la lígula amarilla formada por pequeñas escamas de la corola gamopétala,
se encontraba la inflorescencia toda de los jardines colgantes de Babilonia.
RECUERDA:
Dádiva de ruin
a su dueño se parece
El reloj y el galán
siempre han de dar
Cuando te dieren
el anillo, pon el dedillo
Si me lo has de
dar, no me lo hagas desear
Cuando te dieren
el buen dado, échale la mano
Ríese el diablo,
cuando el hambriento da al harto
Cuando te dieren
la vaquilla, corre con la soguilla
No hay comentarios:
Publicar un comentario