La
viuda solitaria era para los hebreos un caso típico de desgracia, pues se
hallaba doblemente desasistida: a no ser que contrajera nuevo matrimonio, había
perdido la esperanza de fecundidad, y por otra parte se encontraba indefensa
ante la necesidad. Por eso, como los extranjeros y los huérfanos, debían ser
especial objeto de protección ante la ley, y el propio Dios escuchaba su
lamentación y se erigía en su baluarte y su defensa. ¡Ay de los que abusasen de
su debilidad! En el Antiguo Testamento destacan dos figuras de viuda. Rut no era realmente israelita, sino moabita, pero se había casado con un
hebreo, hijo de Elimélek y Noemí. Al morir su marido demostró una lealtad
filial e inquebrantable a la suegra: “Donde tú vayas, iré yo; donde tú habites
habitaré yo. Tu pueblo será mi pueblo; tu Dios será mi Dios”. Y, en el regreso
a Belén, empujada por Noemí, encontró nuevo marido en Booz, matrimonio por el
que llegó a ser bisabuela del rey David. Judit, en cambio, era de la más profunda raigambre judía. Mujer de
extraordinaria belleza, había quedado muy pronto viuda de Manasés. El esposo le
había dejado extraordinarias riquezas en ganados, campos y siervos; sin embargo
en su viudez, llevaba una vida de privación y ayuno, hasta el momento en que al
servicio de los habitantes de la ciudad de Betulia, asediados por las tropas de
Holofernes, cautivó al caudillo asirio, lo decapitó y exhibió su cabeza para
dar moral a los suyos contra el ejército enemigo. La supuesta debilidad natural
de la mujer triunfa con medios muy humildes sobre la grandeza de la soberbia.
Viuda que no duerme casarse quiere
De viuda tres veces casada no te fíes nada
La olla de la viuda, chiquita y recalentadita
Mientras la viuda llora, otros cantan la boda
Pulgas tiene la viuda y no tiene quien las sacuda
La viuda que se arrebola, seguro que no duerme sola
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