miércoles, 22 de enero de 2014

Pipistrélidos

            Tú, quiera lector, quiera lectora, que has pasado la vista sobre el título de este aspirante a artículo, te has preguntado sin duda qué significa el 'palabro' (así, en masculino por lo aparentemente estrambótico y por lo presumiblemente malsonante). Pero no temas. Nada tiene de extravagante, irregular o inconveniente. Te referiré no sólo su origen y significación, sino también el porqué de este articulillo. Ahora bien, cuando hayas terminado su lectura, guárdate de la tentación que a otros nos ha arrastrado a abismos de intranquilidad, desasosiego e insomnio rayanos en la locura.
          Ojeando (y hojeando) un día el periódico, me encontré con un título sorprendente: Palabras pipistrélidas. Me dejé sugestionar por el encanto de lo desconocido y me dispuse a leerlo. La firma era de Camilo J. Cela. Refería en el texto don Camilo (podría haberse llamado Eucadio) cómo don Gaudencio Orihuela y don Aurelio Berriortúa lo instruían acerca de palabras españolas con cinco únicas vocales, las cinco diferentes. Puesto que el ejemplo típico y tópico de tales voces suele ser 'murciélago', mamífero al que los sabios llaman pipistrellus pipistrellus, considera nuestro persuasivo escritor que no resultaría descabellado llamar 'pipistrélidas' a las palabras así constituidas. Al mismo tiempo, nuestro Premio Nobel hacía acopio de un extenso muestrario de pipistrélidos. Y sugería la idea de buscar una docena o docena y media más para hacer méritos. El premio que ofrecía era una botella de gaseosa La Casera.
          Aunque el texto de Cela me agradó, no volví a pensar en él hasta una madrugada en que las palabras pipistrélidas asaltaron mi mente y se convirtieron en mi quitasueño: había sentido en mi cerebro un estimulador comunicante que me empujaba a concienzuda búsqueda, más bien caza, de pipistrélidos. El primero en surgir fue paupérrimo; poco después, educación y educativo. De ahí no había modo de pasar: me encontraba en un atolladero. Mi entusiasmo decrecía... No obstante, como soy un cabeciduro, insistí. Llegaron, pasados los minutos, manutención, feudalismo, cuadernillo, euforia, cauterio, preciosura y neumático.
          Ya no pude pegar ojo. Por la mañana debía tener aspecto de cuchipandero perdulario recién resucitado, porque en el Instituto, el barbiluengo Julio Massé y Pepe Vila, tertulianos con Alfonso Ramírez, se interesaron vivamente por mi salud. Les conté mi pipistrélida aventrura, y Julio (debiera su padre haberlo llamado Eulampio) me miró como si me hubiera transformado subitáneo en un zanquituerto gesticulador: ¡tan grande era su asombro! Comprensivos y concescendientes, él y Alfonso (¿por qué no Gualterio?) me facilitaron ecuación, computerizar, numeración y anticuerpo. Pepe (¿Abudencio?), después de meditabundo lapso, sugirió acuífero, adulterio y duodécima.
          Os aseguro que desde aquel repudiado día no he tenido descanso. Me he lanzado a búsquedas meticulosas y exhaustivas e ilustradores recuentos en los diccionarios más diversos. Entregado con euforia a esa estudiosa tarea de cuentahílos, una mañana me sorprendieron Matilde (¿Eustorgia?) y Eva (¿Eusebia?) en el Seminario que compartimos. ¡Cuánto me duelen aún sus edulcoradas sonrisas, encubridoras de burlas vituperosas! ¡Hasta fingieron interesarse por cauliforme, patituerto y cuellicorta!
          Hoy, cualquier palabra, por inocente que parezca, me resulta sospechosa de pipistrelidez: la miro, la remiro, la pronuncio, la peso, la mido, por si pudiera ser añadida a mi colección. Más que coleccionista, son un auténtico avaro de pipistrélidos: los contemplo con neurótica delectación, los acaricio, les saco brillo, hago que el ordenador los cuente y los recuente, como esperando que surja algún cruzamiento fecundativo y nazca otro pipistrelidecito más de que presumir. Los he dispuesto en orden alfabético, y aparecen en cinco enjundiosas y apretadas columnas, bien alineados, cual soldados triunfadores en formación.
          Hubiese deseado poseer uno con las cinco vocales alfabéticamente consecutivas, pero no me ha sido concedida la gracia de hallar semejante concurrencia. Los que más se aproximan son aceituno y arseniuros. Sin embargo, ya se advierte que el orden apetecido sufre una permutación en las últimas dos vocales. ¡Si 'cuartelillo' en lugar de tener u en la primera sílaba la hubiera llevado al final...! ¡Y si al final se hubiera ido la u de 'salubérrimo'! ¡Qué inocultable es mi desgracia! ¡Desgarra mis entrañas cual cuchillo cachicuerno!
          Siento constantemente la ulceración de los celos; impetuosas pulsaciones sacuden mis sienes cuando pienso que alguien pudiera igualar mi colección. Sueño que murciélagos rufianescos curiosean mis carpetas, intentando practicar el cuatrerismo pipistreril. No saben que yo soy más astuto, que he tomado la precaución de codificar la entrada y que duermo en catre supletorio al lado del ordenador, a fin de evitar cualquier gatuperio. ¡No estoy loco, no! Sé muy bien que coleccionar pipistrélidos es contagioso... ¡y peligrosísimo! El denunciado don Camilo propició en mí la terrible perturbación. Y yo he propiciado la fecundación de virus inculcadores del mal en Pepe Vila. Él comenzó en broma, casi por reíse de mí, y ha decuplicado ya los veinte primeros que halló, ¡pero a qué precio...! ¿No os habéis fijado en él?: Siempre en nebulosidad meditativa, siempre a la busca resolutiva de pipistrélidos... ¡Tiemblan mis carnes cincuentonas de pavor de que me aventaje en número! ¿Qué ha sido de su rostro bien rasurado? ¿No habéis visto que otra vez han crecido los rizos de su undosa barba de ébano? ¿Dónde está su anacreóntica y patriarcal opulencia de otrora? Ya no nos queda sino la apariencia de un escuálido y desdibujado estudiantón que deambula por los pasillos siempre embebido, eternamente enajenado, perpetuamente absorto... ¿No ha sufrido mutaciones la piel de su frente? ¿No ha adquirido un tono oscuro, como de pergamino viejo? Ni descansa, ni sosiega, ni se alimenta... ¡Quién lo ha visto y quién lo ve!
          Y todo lo malo no es eso. Lo peor es que ha provocado la extensión de la epidemia con la rapidez y contundencia de la fiebre neumónica. Me consta que no es él la persona descubridora de muchos de sus hallazgos; que en un viaje inoculó la ponzoña de la pipistrelidomanía a sus  descuidados acompañantes; que juntos se entregaron con contundencia febril a la exhumación de vocablos pentamonovocálicos y que, como continuaran buscando durante la comida, la persuasión alcanzó a otros comensales del restaurante. Todos se hallan ahora supeditados a las turbaciones de la monomanía que sin tardar mucho trastornará el mundo en un inmenso manicomio pues alcanza ya proporciones de pandemia. ¡Guárdate, guárdate! ¡No digas que no te aviso!
 
          Acabado ya el artículo y dispuesto para la impresión, una nueva y rebullidora desgracia se ha abatido sobre mí: mi hijo primogénito, mi Eustaquio, ha ofrecido los primeros síntomas denunciadores de la enfermedad. En sus libros de estudio busca palabras pipistrélidas. Ya ha venido a ofrecerme centunvirato (Consejo del Colegio Romano de Jueces), Coatlicue (dios azteca de la tierra), cuadriguero y escorbútica.
          ¡Ay de mí! Si por un lado veo crecer la colección, por otro desahucio ya al pobrecillo: cada vez está más desvinculado de la realidad, cada vez más enajenado. ¡Ay de mí!
                                                                                        Juan José (¿o Laurentino?)

          ¡Ah!, por cierto, ¿sabes cuántos pipistrélidos han sido empleados en la elaboración de este delirio juanjíneo? Un refreco de limón para cada uno de los diez primeros.

                                                                  La Revista del Jordi, 1996
            
 


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