Cuando a mediados de noviembre de 2011 se nos comunicó a los componentes del Grupo de Lectura Dramatizada de la Parroquia "Cristo Sacerdote" de Valencia que íbamos a hacer dos lecturas de Tiíta Rufa, de Antonio Lara Gavilán, 'Tono', última obra que habíamos preparado y que habíamos estrenado ya con gran éxito, sentí la alegría propia del actor novato; pero cuando se nos dio a conocer el lugar de las lecturas, me quedé patidifuso: la prisión de Picassent. Por entonces, preparábamos ya Mulato, de Langston Hughes, ensayos que abandonamos para volver a poner al día la comedia de Tono.
La segunda sorpresa llegó con la necesidad de entregar una serie de datos, a fin de que pudiera sernos expedida autorización personal de acceso a la prisión, y la urgencia en ofrecerlos para que pudieran realizarse los trámites a tiempo. Pasaban los días y, como siempre, seguíamos ensayando los miércoles en el Centro Parroquial, hasta que, cerca de Navidad, supimos que habríamos de actuar el 3 y el 4 de enero.
Y, en efecto, el día tres, recién estrenado 2012, con tres automóviles nos plantamos en la puerta del recinto, donde siguió todo un chaparrón de sorpresas. En la entrada, unos guardias civiles que ni se preocuparon de nuestra presencia, cosa que nos dejó boquiabiertos. ¡Hombre, no esperábamos una recepción con banda de música, pero eso de que vieran pasar nuestros automóviles y ni se inmutaran no entraba en nuestros cálculos! Avanzamos unos cincuenta metros, hasta una barrera que nos cerró el paso. Varios funcionarios, tras comprobar la documentación, extendieron en sus ordenadores, una por una, las autorizaciones que nos permitían acceder al recinto y que debíamos llevar siempre visibles y a disposición de quien nos las pidiera. Tan circunspectos nos lo decían, que escuchábamos en silencio expectante y total. Solo alguno se atrevía a afirmar con la cabeza.
Salvado el primer control, pensaba yo que comenzarían las rejas y alambradas, pero como extraño solo aparecían alanceando el cielo las dos ingentes torretas que dominan las edificaciones. En los jardines, personas trabajando; en las aceras y calles, otras barriendo. Me quedé de nieve al saber que eran los propios reclusos quienes allí, al aire libre y al sol de la mañana, hacían los trabajos.
Una vez hubimos aparcado los coches, nos dirigimos al pabellón de 'penados'. Allí, sí, ya se sentía un agobio opresivo, pues las rejas eran visibles en todos los espacios libres. En el acceso comprobaron nuestra identidad y, tras sortear doble puerta automácica, pudimos salir a un patio en que me invadió aguda sensación opresiva, causada no solo por las rejas, sino por enormes rollos de acerado alambre de espino situados en las zonas altas de los edificios.
Atravesado ese patio, una funcionaria, desde un recinto aislado, accionó una enorme, grosísima y pesada puerta hidráulica de acero que se abrió con lúgubre estrépito y se cerró de modo inmediato, una vez hubimos entrado todos. Entregamos nuestros documentos identificativos y, tras comprobar las acreditaciones y que cuanto llevábamos estaba autorizado, pasamos a un corredor, cuya puerta, también hidráulica, al cerrarse nos sobresaltó con un golpe seco y metálico. Inmediatamente se hubo cerrado esa puerta, otra, menos espectacular, nos permitió acceder a un nuevo corredor, al final del cual, reagrupados, se accionó una nueva puerta y entramos en amplia zona, de techumbre traslúcida que proporcionaba grata claridad natural ligeramente tamizada. Alguien exclamó: "¡Parece que estuviera lloviendo!" Era la zona de distribución de los distintos módulos, dependencias y servicios. Lo que habíamos recorrido hasta entonces estaba tan limpio que hacíamos comentarios sobre el detalle.
Nuestros guías nos encaminaron hacia el Área Cultural, donde se hallan las aulas, la biblioteca, las secciones de informática y nuestro destino: el salón de actos. Tras un nuevo control, accedimos al Área. En el salón de actos nos sorprendió el que los propios reclusos hubieran dispuesto el escenario tal como convenía y elaborado unos sencillos decorados Uno de ellos se hizo cargo de la iluminación, de los efectos musicales y todo fue de maravilla.
Prevista la dramatización para las diez y media, al cuarto, comenzaron a llegar reclusos. Dejaban sus carnés al funcionario de guardia y entraban después en el salón charlando animadamente, riendo, saludándose con efusión. Me sorprendía la familiaridad de los reclusos con los voluntarios y al mismo tiempo el respeto con que se trataban. Cuando sonaron los primeros compases de la música, se hizo un silencio que yo jamás hubiera esperado y, salvo algún momento concreto, así fue a lo largo de toda la dramatización.
Cuando terminamos y algunos se acercaron a felicitarnos y a agradecernos el haber estado con ellos, sentí que un pasaje del evangelio de san Mateo (...estuve en la cárcel y vinisteis a verme...) que me producía hilaridad cuando lo consideraba, porque me parecía irrealizable, se había llevado a cabo. Y me encontré lleno y consideré que estas Navidades no solo había nacido Jesús entre villancicos en el belén de mis nietos, sino también, de otro modo, en el fondo de mi corazón entre las rejas de la cárcel.
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