El primero de noviembre es la fecha
en que se cierra un año agrícola y se inicia el nuevo; la tierra, que ha
acogido la simiente del trigo, la guarda en su seno para que renazca en
primavera: ‘Para Todos los Santos que los
granos estén sembrados y los frutos resguardados’. Es una fiesta especial en
la liturgia romana, en que se celebra el día de la muerte como el momento del
nacimiento a la nueva vida, en la que todos son glorificados con Cristo. Al día
siguiente, tiene lugar la Conmemoración de los Fieles Difuntos, celebrada ya en
el siglo IV, que se fue extendiendo hasta que en el XIV adquirió carácter
oficial. Hoy en día se adornan con flores las tumbas y se recuerda a los
parientes fallecidos. Lo hacemos desde un prisma de pena, de aflicción. Creo yo
que debería ser, lo mismo que Todos los Santos, una fiesta alegre, porque si
somos consecuentes con nuestra esperanza cristiana, no han muerto para la
aniquilación, sino para la resurrección, para la nueva vida en Cristo Jesús.
Pienso que los cementerios no debieran ser lugares lúgubres que solo se visitan
en ocasiones tristemente necesarias, sino lugares familiares y risueños porque
albergan a quienes nos han precedido, a aquellos que nos transmitieron no solo la
vida sino una serie de tradiciones, de
cultura, de reglas morales sobre las que se asienta nuestra comunidad. En
Irlanda, la conmemoración recuerda a una fiesta familiar, comida incluida. En
las noches de difuntos los cementerios están cuajados de llamas de lamparillas
y los deudos de los fallecidos pasean entre las tumbas con toda naturalidad,
sin la congoja y lágrimas con que lo hacemos en otros lugares.
RECUERDA:
Vida
sin amigo, muerte sin testigo
El
muerto y el ido, presto en olvido
El
muerto al hoyo y el vivo al bollo
El
muerto podrece y el huérfano crece
El
muerto a la huesa y el vivo a la mesa
El
muerto a la cava y el vivo a la hogaza
Pena
de viuda: llorar poco y buscar otro
Dolor
de esposo, dolor de codo: duele mucho y dura poco
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