miércoles, 27 de mayo de 2015

La escritora Teresa de Jesús

I.—UNAS GOTAS DE HISTORIA.
            Se consumen los últimos años del siglo XV. La política de los Reyes Católicos encaminada a conseguir la unidad de los reinos orientales y occidentales más importantes de España, a robustecer la autoridad real, a lograr importancia internacional para la España unificada y a continuar la expansión tradicional de la Casa de Aragón por el Mediterráneo y la de Castilla por el Magreb y el Atlántico marchan viento en popa.
            Pero a finales de 1504 muere la reina en Medina del Campo. Fiel al testamento de su esposa, don Fernando gobierna no solo los estados del este, sino también los del oeste. No obstante, su yerno Felipe reclama para Juana los derechos sucesorios de las zonas occidentales. Fernando cede, mas no ha pasado un año cuando muere Felipe I El Hermoso. Juana se halla tan enajenada, tan fuera de sí que es apodada la Loca, y no puede reinar, así que Fernando ha de hacerse cargo de la tutela del reino hasta 1516, en que fallece.
          Puesto que el príncipe Carlos, hijo de Felipe I y de Juana, se halla en Gante, el Cardenal Cisneros, hombre de extraordinaria cultura, defensor de las ciencias, las letras y las artes, fundador de la Universidad de Alcalá y promotor de la Biblia Complutense, primera edición políglota de la Biblia en hebreo, arameo, griego y latín, gran reformador de la vida eclesiástica será quien asuma la regencia. Este hombre, que valoró la lengua romance como digna de expresar textos incluso de Teología hecho que permitiría a personas que no sabían latín, como Teresa de Jesús leer libros de contenido teológico, en el tiempo que le cupo, continuará la política de los Reyes Católicos, aunque muy contestado por ciertos estamentos de las Cortes de los distintos territorios. Murió en Roa en 1517 cuando se dirigía a recibir al Príncipe.
           Ya rey, Carlos I se enfrentará a un rosario de problemas internos (Comunidades y Germanías) y, elegido Emperador de Alemania, se verá inmerso en una serie de guerras a las que arrastrará España. Retirado el Emperador al monasterio de Yuste en 1556, le sucede su hijo Felipe II con quien Teresa de Jesús mantendrá correspondencia. Durante su reinado, el inquisidor Valdés, siguiendo las directrices tridentinas, publicó el Índice de libros prohibidos que incluía muchas obras teológicas publicadas en lengua romance, “por el peligro que existía en entregar doctrinas difíciles de la religión a gente ruda, incapaz de comprenderlas y expuesta al contacto de la reforma protestante”, con lo que muchas personas se vieron privadas de su alimento espiritual escrito.
 II.—LA MONJA ESCRITORA.
            La obra de Teresa de Ávila es bastante extensa, escrita toda en castellano, la lengua de su región y del pueblo en su época. La edición que yo he venido utilizando desde aproximadamente 1980 es la de Luis Santullano, editada por Aguilar en 1970. Posee 1348 páginas en letra menuda y a doble columna que incluye: Vida de Santa Teresa de Jesús, Relaciones espirituales, Camino de perfección, Castillo interior, Conceptos del amor de Dios, Exclamaciones del alma a Dios, Libro de las fundaciones, Constituciones, Modo de visitar conventos, Avisos, Respuesta a un desafío espiritual, Vejamen, Pensamientos, Poesías, Epistolario, Apéndices.
            De toda esta producción, ella no vio en vida ninguna obra editada. ¿Por qué y para qué escribía? ¿Quería lucirse como literata? ¿Deseaba hacer gala de la perfección de su estilo? Nada más lejos de la humildad teresiana. Escribía esencialmente por dos razones:
1.—Para ayudar. Ayudar a sus monjas descalzas y ayudarse a sí misma. Teresa de Cepeda fue desde niña ávida lectora de cuanto caía en sus manos, sin distinción de géneros, desde vidas de santos a novelas de caballerías. Que se engolfó en novelones caballerescos y que sentía vergüenza reconocer que lo había hecho lo repite una y otra vez en sus escritos; pero es que incluso, según su primer biógrafo, llegó a iniciar la redacción de una obra de caballerías. Digamos que existía en ella una marcada predisposición a escribir y, si tenemos en cuenta que las prohibiciones del inquisidor Valdés la privaban del consuelo de los libros de contenido teológico, uno entiende que se lanzara a la aventura no ya de matar jayanes secuestradores de hermosas y débiles doncellas, sino a la no menos peligrosa de alimentarse y alimentar espiritualmente a sus monjas descalzas con la lectura de obras contemplativas escritas por otra monja en la lengua que las suyas entendían; y lo hizo a pesar de todos los pesares inquisitoriales.
 2.—Por obediencia. Cuando el inquisidor Valdés publicó el Índice, Teresa de Jesús tenía cuarenta y cuatro años. Tres años después comienza la redacción de la Vida. Pues que no sabe latín, ha de hacerlo en romance, en un momento en que cualquier libro contemplativo expresado en lengua que no fuera el latín resultaba como mínimo sospechoso. Se encontrará con el recelo de muchas personas doctas preocupadas de que las más intrincadas cuestiones místicas fueran tratadas por una mujer, además sin estudios y que para más inri ni siquiera utilizaba el léxico habitual de las escuelas teológicas, sino un léxico personal. Las críticas que se le hacían eran de tono subido. Cuando el padre Jerónimo Gracián la instaba a escribir y plasmar las interioridades de su alma, ella se resistía: “¿Para qué quieren que escriba? Escriban los letrados que han estudiado, que yo soy una tonta y no sabré lo que me digo, pondré un vocablo por otro, con lo que haré daño”. Aunque se someterá a las exigencias de sus superiores en aras de la regla de obediencia: “Pocas cosas que me ha mandado la obediencia se me han hecho tan dificultosas como escribir ahora cosas de oración, lo uno porque no me da el Señor espíritu para hacerlo ni deseo; lo otro por traer la cabeza tres meses ha con un ruido y flaqueza tan grande que aun los negocios forzosos escribo con pena”.
III.—ESTILO TERESIANO.
            En un libro de ensayos titulado La lengua de Cristóbal Colón, don Ramón Menéndez Pidal cifra el ideal de estilo del renacimiento español en una breve frase de Juan de Valdés: “Escribo como hablo”. Pero refiriéndose a Teresa de Jesús dice que es necesario invertir el orden de las palabras: “Hablo como escribo”, debiera ser el lema. ¿Por qué? Cuando uno lee sus escritos, la primera impresión es la de que su obra es una constante improvisación.
1.—Falta de plan previo. Si la doctora mística abulense realmente se trazó un plan, da la sensación de que se lo salta a la torera cada dos por tres. Esa es una de las causas que le hace repetir ideas en capítulos distintos.
2.—No relee lo escrito. En diversos momentos a lo largo de su obra repite que nunca relee lo que escribe. En carta de 1577 a su hermano Lorenzo, le dice “tornar a leer…; yo jamás lo hago; si faltaran letras, póngalas allá, que luego se entiende lo que quiero decir”. Y en el capítulo II de las Moradas cuartas exclama de pronto: “¡Válgame Dios en lo que me he metido! Tenía ya todo olvidado, porque los negocios y la salud me hacen dejarlo al mejor tiempo, y como no tengo memoria, irá todo desconectado, por no tornarlo a leer”. Lo cual significa también que al menos en esa ocasión sí que tornó a leer lo que venía escribiendo. Pero no lo corrigió, aunque sí que volvió al tema que venía tratando en un principio. Algo es algo.
3.—Incisos extensísimos. Leyendo a la monja abulense es muy frecuente que uno se pierda, pues hace incisos tan extensos que no solo el lector, sino ella misma se pierde. Me ha sucedido ir siguiendo el hilo de lo que va escribiendo y de pronto advertir un cambio en el tema que se ha prolongado hasta incluso a lo largo de dos capítulos y he llegado a pensar que me había distraído de modo que me hallaba desnortado, cuando la propia autora confiesa: “Ya no sé lo que decía, que me he divertido (desviado) mucho… así que lo quiero dejar por ahora, tornando a lo que...”
4.—Afluencia de ideas. Una vez centrada en el tema de que escribe, debía de llegarle tal flujo de ideas que se queja de la falta de manos para dar abasto a escribir cuanto le llegaba a la mente. En Camino de perfección, donde hace una glosa hermosísima del Padre Nuestro, exclama desbordada: ”¡Ojalá pudiera yo escribir con muchas manos!”
5.--Rasgos coloquiales y vulgares. A posta, busca apartarse de la corrección del lenguaje escrito al tiempo que se acerca a la pronunciación coloquial e incluso vulgar como medio de mortificación ascética. Emplea deformaciones como ipróquita, cuantimás, catredático, traudinario, anque… Advierte ella que la priora de un convento debe “mirar en la manera de hablar que vaya con simplicidad, llaneza y relisión; que lleve más estilo de ermitaños y gente retirada que no ir tomando vocablos de novedades y ‘melindres’, creo que los llaman”. También utiliza formas del habla hidalga abulense, tan cargada de laísmos y leísmos que crean un auténtico caos sintáctico en el uso de los pronombres átonos de tercera persona.
6.—Originalidad. ¿En qué reside la originalidad de su obra?:
A. Referencias personales. Las obras de santa Teresa están cargadas de hechos que aluden a su experiencia y llenan sus páginas de sinceridad y verdad.
B. Humildad. Constantemente la madre Teresa pide con humildad iluminación para ser capaz de expresarse de modo que sus monjas la entiendan y agradece a Dios que la inspire y que le permita ser capaz de reflejar los contenidos místicos que su obra encierra.
C. Recursos estilísticos. Nada más lejos de su intención que buscar el lucimiento literario. Y sin embargo, para lograr expresar cuanto en sus transportes místicos ha experimentado, hace uso de una riqueza estilística sorprendente. Comparaciones, metáforas, alegorías, gradaciones, paradojas, antítesis extraídas de la observación inmediata o de la experiencia mística personal salpican sus páginas. Ella misma se refiere a la necesidad de echar mano a recursos literarios. En la Vida: “Habré de aprovecharme de alguna comparación, que yo las quisiera excusar por ser mujer y por escribir simplemente lo que me mandan; mas este lenguaje de espíritu es tan malo de declarar a los que no saben letras, como yo, que habré de buscar algún modo, y podrá ser las menos veces, acierte a que venga bien la comparación”. En el capítulo XXXI de Camino de perfección utiliza un símil de maternidad que da un toque de femineidad especial: “Está el alma como un niño que aún mama, cuando está a los pechos de su madre, y ella, sin que él paladee, échale la leche en la boca para regalarle. Así es acá, que sin trabajo del entendimiento, está amando la voluntad, y quiere el Señor que, sin pensarlo, entienda que está con Él, y que solo trague la leche que Su Majestad le pone en la boca, y goce de aquella suavidad”.
            Las comparaciones y metáforas que tienen como núcleo el manantial, la fuente o el pilón de agua son constantes. En el capítulo XXX de la Vida, el alma enamorada es una arenilla del manantial movida constantemente en su intento de acercarse al centro del chorro que brota. Para explicar la diferencia entre desposorio y matrimonio espiritual, manifiesta que el desposorio es la llama de dos velas que se juntan y en tanto se hallan unidas parecen una misma luz, pero en separándose las velas, se ven dos llamas, salida cada una de un pabilo diferente. El matrimonio espiritual, en cambio, es el agua del río o del mar, en los que cae el agua del cielo y, al tiempo, es imposible distinguir la llovida de la otra. La imaginación, la loca de la casa, será la mariposica inquieta o la tarabilla de molino. Incluso las imágenes bélicas tienen cabida en los escritos de la santa: En el capítulo XVIII de Camino de perfección, para establecer la diferencia entre contemplativos y activos, sostiene la tesis de que los trabajos de los contemplativos son mucho mayores que los de los activos. Se fija en el desarrollo de una batalla en la época: los soldados activos, los que pelean con sus espadas o con sus picas van en torno a la bandera que porta el alférez de la compañía. El alférez no puede pelear, pues bastante tiene con mantener erguido el estandarte. Ni siquiera se puede defender y aunque lo hagan pedazos, marchará siempre adelante, siempre en alto la enseña, y animará y alentará a los que pelean con su voz y su ejemplo. Del mismo modo, los contemplativos llevarán levantada la bandera de la humildad y sufrirán con ánimo cuantos golpes les dieren, porque su oficio es padecer como padeció Cristo, y llevar su cruz en alto sin apartarse y sin rehusar el peligro.
            Y ya que hemos entrado en aspectos bélicos, os diré que ofrece nuestra doctora mística gradaciones bellísimas, como esta desafiante del capítulo XXV de Vida: “Levántense contra mí todos los letrados, persíganme todas las cosas criadas, atorméntenme los demonios: no me faltéis vos, Señor, que ya tengo experiencia de la ganancia con que sacáis a quien solo en vos confía”.
            Sí, es tan complicado expresar adecuadamente los conceptos de amor de Dios, son tan ricas las experiencias místicas, es tan limitado el lenguaje humano para poder contenerlas que el místico se las ve y se las desea, de modo que  está  obligado a usar recursos que pudieran parecer alejados de toda lógica, como las paradojas, expresiones en que se dan incompatibilidades expresivas aparentes. El capítulo XXIX de la Vida está plagado. Para expresar el modo sutil que tiene el Señor de atraer el alma: “Os escondíais de mí y apretábaisme con vuestro amor con una muerte tan sabrosa que nunca el alma querría salir de ella”; o lo que el alma siente: “No se puede encarecer ni decir el modo con que llaga Dios el alma y la grandísima pena que da, que la hace no saber de sí; mas es esta pena tan sabrosa, que no hay deleite en la vida que más contento dé”.
IV. VIDA DE SANTA TERESA DE JESÚS.
            La Vida de santa Teresa de Jesús es toda entera una comparación salpicada de constantes incisos. Parte la autora de la afirmación de que la oración contemplativa es tarea como la de  cultivar un huerto. Antes de ser cultivado, el huerto es un erial donde crece todo tipo de malas hierbas, así que habrá que desbrozarlo con la ayuda de Dios. A fin de que dejen de ser tierras incultas, se siembran las plantas que han de cultivarse y se riegan para que lleguen a florecer. El hortelano podrá emplear alguno de estos cuatro sistemas de riego: sacar el agua del pozo a brazo, el cubo atado al extremo de una soga; o extraer el agua del pozo por medio de una noria cuyos cangilones menguarán el esfuerzo y aumentarán el caudal; o puede, en tercer lugar, desviar el agua de un río o un arroyo y conducirla al huerto, de modo que el caudal de agua aportado será mucho más abundante, y no habrá que regar con tanta frecuencia; o, finalmente, el hortelano puede aprovechar el agua caída del cielo, regalada por Dios de modo frecuente y abundante para que el huerto florezca y dé fruto.
            Quienes sacan el agua del pozo con el cubo son los que comienzan a tener oración contemplativa, la oración de apartamiento. Están acostumbrados a las cosas del mundo, pero han de procurar el recogimiento de los sentidos en la soledad y el apartamiento. Refiere el trabajo que a ella le costó superar esta etapa y da instrucciones para sacar provecho y avanzar. Hace hincapié en la necesidad de ser humilde, previene de las tentaciones y expresa la conveniencia de ponerse en manos de un director espiritual bien preparado.
          Por medio de los arcaduces, se extrae más agua y el alma, mejor alimentada espiritualmente, aquieta las potencias y se llena de gozo. La nueva etapa es la oración de quietud. Crecen las virtudes, el alma se libera, se desase de las cosas materiales, riquezas, señoríos, honras y deleites. “Es una centellica que comienza a encender el Señor en el alma”.
            La tercera etapa es la oración de entrega. El Señor se entrega al hortelano. La doctora mística no sabe cómo expresar la experiencia y para hacerse entender utiliza una serie de paradojas: “Es un glorioso desatino, una celestial locura, adonde se aprende la verdadera sabiduría y es deleitosísima manera de gozar el alma”. “Querría dar voces en alabanzas el alma y está que no cabe en sí; un desasosiego sabroso. Ya, ya se abren las flores, ya comienzan a dar olor… ¡Oh, válgame Dios, cuál está el alma, cuando está así!... Querría ya esta alma verse libre; el comer la mata; el dormir la acongoja; ve que se le pasa el tiempo de la vida pasar en regalo y que nada le puede ya regalar fuera de Vos; que parece vive contra natura, pues ya no querría vivir en sí, sino en Vos”.
            La última etapa es la oración de unión. Cuando redacta la Vida confiesa que no le han llegado aún sino gotas de esta etapa. En esta cuarta agua ya no se sienten las cosas del mundo; solo se goza, sin que el cuerpo entienda lo que goza: “Estando así el alma buscando a Dios, siente con un deleite grandísimo y suave, casi desfallece toda con una manera de desmayo, que le va faltando el huelgo y todas las fuerzas corporales”.
 V.—CASTILLO INTERIOR.
            En el Castillo interior identifica el alma humana con un castillo de diamante o de cristal muy brillante donde, lo mismo que en el cielo existen muchas moradas: unas en lo alto, otras en lo bajo, otras a los lados. En mitad, en el mismísimo centro se halla la morada principal, desde donde se irradia luz que ilumina a todas y cada una de las restantes moradas.
1.—Moradas primeras. La llave de la puerta del castillo para que el alma pueda entrar en sí misma y recogerse es la oración consciente, porque la no consciente no es oración “aunque mucho se meneen los labios”. Las almas que no tienen oración son como los cuerpos enfermos de perlesía o los tullidos, que tienen manos y pies, pero no pueden servirse de ellos. Así que se quedan entre las sabandijas y las bestias que pueblan los alrededores del castillo. Si por casualidad consiguieran entrar, jamás pasarían de las estancias primeras. Identifica las sabandijas con las cosas mundanas que tanto nos atraen: riquezas, tesoros, honra, fama, negocios…, bichos asquerosos que impedirían ver la luz emanada desde la morada central a quienes no se desasiesen de ellas, a quienes ya hubiesen logrado entrar en las primeras moradas.
2.—Moradas segundas. Acceden quienes se han iniciado ya en la oración y procuran desasirse de las cosas mundanas, pues entienden que aferrarse a ellas es un estorbo para la vida espiritual. Reciben la llamada del Señor a través de ejemplos de vida, de acontecimientos, de lecturas, de enfermedades, de sermones y sobre todo de la propia oración. Escuchan la llamada y procuran seguir avanzando en la vida espiritual.
3.—Moradas terceras. Entrar en este nivel supone ya una gran merced del Señor. Acceden las almas que practican la oración, el recogimiento y se ejercitan en obras de caridad. Él les indica lo que han de hacer para ser perfectas, y si no se retraen como sí lo hizo el joven rico del evangelio, podrían llegar incluso a la última morada. No obstante, son probadas con frecuencia en su camino de ascenso.
4.—Moradas cuartas. Llegada a este punto, se encomienda al Espíritu Santo para que sea él quien hable (en este caso escriba) por medio de ella en cuanto hay que decir a partir de estas moradas, pues son ya cuestiones sobrenaturales que difícilmente se pueden expresar y más difícil aún es darlas a entender. Avanzar en ellas no está en pensar mucho o en saber mucho, sino en amar mucho. Las identifica con un pilón de agua que se halla en el mismo manantial de donde brota el líquido y que recibe el caudal que mana de modo directo, caudal que nunca llega a derramarse porque el pilón se ensancha a medida que fluye el agua del manantial, que es Dios, quien hinche al alma de paz, quietud, suavidad, gozo y deleite. Es un regalo que hace el Señor gratuitamente a quien quiere y cuando quiere.
5.—Moradas quintas. Solo las alcanzan aquellos que han muerto del todo para el mundo, a fin de vivir más plenamente en Dios, hasta el punto de que Dios, cuando Dios quiere, puede entregarse en unión al alma. Para que podamos entenderlo, santa Teresa utiliza una de las alegorías más hermosas y más llenas de significado que conozco: la transformación del gusano de seda. Nacido, dice ella, de una simiente semejante a un pequeño grano de pimienta, se alimenta de hojas de morera hasta hacerse adulto, momento en que teje un capullo en que se encierra y de donde al cabo del tiempo sale una mariposica blanca. Así el alma, al calor del Espíritu Santo, se sustenta, va creciendo hasta el momento en que comienza a construir la casa donde va a morir a los halagos del mundo: Cristo; de tal manera que el propio Dios será nuestra morada, y en esa nueva morada, en Cristo, se transformará en mariposita blanca, de tal modo cambiada que ni ella misma se reconoce, dada la diferencia entre lo que antes era y lo que ahora es. Y la mariposilla nacida a una nueva vida, llena de amor por Dios, busca su perfección para ser digna de él, y se abandona en sus manos para que haga de ella lo que quiera.
           ¿Y qué es lo que Dios desea de la mariposa desasida, transformada y entregada? Muy sencillo: que siembre la simiente que aproveche a otras almas.  ¡Ay, pero esa unión aún no llega a la plenitud!
6.—Moradas sextas. La mariposilla, llagada por el amor, busca la soledad y evita cuanto pudiera estorbarla. Sin embargo, el Amado quiere que el alma crezca en el deseo y aún no se le entrega. Utiliza medios de seducción tan delicados, que la propia alma no los entiende: siente que es herida sabrosísimamente y no quisiera sanar nunca de esa herida. Realmente en esta parte de la obra, Teresa de Jesús expresa su propia experiencia mística de visiones, apariciones y mercedes.
           ¿Y será eso suficiente para que el alma se dé por satisfecha? No. Dice la santa que a pesar de que lleva muchos años recibiendo favores, gime, se queja y anda llorosa, pues como va conociendo cada vez mejor la grandeza de Dios, crece en deseo y ya no es dueña ni de su razón ni de su pensamiento. Es como si sintiera aquella sed que Jesús refirió un día a la samaritana, sed que no desaparece con ninguna agua del mundo. No obstante el alma la sufre de muy buena gana y la sufriría toda la vida, de modo que sería un estar constantemente muriendo. “Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero”.
7.—Moradas séptimas. Cuando el Señor lo estima oportuno, cuando considera al alma entregada, cuando la ha elegido como esposa, antes de consumar el matrimonio espiritual, la introduce en la séptima morada. Y es aquí donde la mariposilla blanca muere: “Quizá es esto lo que dice san Pablo: ‘El que se arrima y allega a Dios, hácese un espíritu con Él’, tocando este soberano matrimonio que presupone haberse llegado Su Majestad al alma por unión. Y también dice: ‘Mihi vivere Christus est, mori lucrum’; así me parece puede decir aquí el alma, porque es adonde la mariposilla… muere, y con grandísimo gozo, porque su vida es ya Cristo”.
 VI. FINAL.
            Como escritora, aún nos quedaría hablar de la obra en verso. Quédese para otro día. Permitidme afirmar que cuanto he leído de la doctora mística en las obras en prosa lo he encontrado condensado en las veinte páginas que ocupan, en la edición que sigo, sus poemas.


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