¿Recuerdas la primera vez que te di ese nombre? No te lo había dado nunca hasta entonces. Te había denominado de las más variadas maneras, jugando con las posibles onomatopeyas que podían hacerse con tu nombre, incluso monosílabos, y tú sabías siempre que iban dirigidas a ti, y me respondías de modo alegre y risueño...
Fue, sí, cuando aún eras niña. Estabas a punto de terminar tu carrera, pero se te había atragantado una asignatura. Tú te empeñabas en hacerme creer que era la profesora la atragantada y no la materia; pero ¡qué me ibas a enseñar en ese sentido, con todos mis años de experiencia, pensaba yo! Y erre que erre en mi papel de profesor incorruptible y de padre inconmovible, decreté como castigo que no fuéramos a verte ni tu madre ni yo el día en que se permitían las visitas a la actividad a la que aquel verano te habías entregado.
Alguien me sugirió que te escribiera una carta para paliar la radicalidad de mi medida, por si mi decisión te hubiera apesadumbrado. Fue entonces cuando encabecé con el nuevo apodo la salutación de mi carta.
Te decía entonces que te llamaba así porque era el nombre que te merecías. "Sí, no te extrañes --escribía yo--. Cuando llegas de la calle y saludas desde la entrada tu saludo alegra mi corazón. A veces tu '¿Hay alguien aquí?', dicho con inflexiones agudas, es un repiqueteo de campanillas en mi corazón; otras tu '¡Hoooola!', expresado con voz grave y profunda es un acorde organístico que hace vibrar todas las fibras de mi cuerpo antes de levantar los ojos de los ejercicios que estoy corrigiendo para verte ligeramente inclinada y apoyada en una de las jambas de la puerta de la habitación donde trabajo. Cuando por las mañanas te levantas, tarde por supuesto, con media cara aún roja, con los surcos de las arrugas de la almohada impresos en la frente y en la mejilla y con los ojos cargados de pesadez somnolienta, tu saludo '¡Bueeeenas!' me incita a la risa y he de poner mi más circunspecta cara de palo a fin de no estallar en una carcajada; pero me siento la mar de feliz, porque me parece estar oyendo cascabeles. Cuando, valido de mi paternidad, te pido algo que seguramente no te apetece hacer en ese instante y veo que con un gesto de resignación te levantas y me das lo que te he pedido, acompañado de una sonrisa amplia y una palabra amable, a mí, muy cómodamente sentado, nuevamente los cascabeles resuenan en mi corazón. Y cuando, en aras de la paz hogareña, cedes y no haces valer tus derechos con tus hermanos, y sacas el friegaplatos o pones la mesa, o la retiras, aunque sepas que no te corresponde hacerlo, sonrío por dentro, porque sé que eres buena y amable, aunque un poco locuela."
¡Te noto ahora tan triste, tan profundamente atribulada, rojos tus ojos, hinchados tus párpados, que he decidido intentar mi última comunicación contigo antes de que mi cuerpo astral se desencarne...! Noto que mi mente declina, que mis emociones periclitan, que mi ánimo se desmorona, que ya mi comunicación solo puede ser criptestésica...
Detén por un momento tu pensamiento, quédate en blanco para que mis ondas puedan penetrar en tu telencéfalo. Centra en mí tus impulsos cerebrales... No escuches a esos hipócritas que están haciendo mi alabanza, cuando, desde que me conocieron, sus lenguas viperinas no han hecho más que despellejarme a mis espaldas. La muerte embellece, en boca de impostores, a las personas, las libera de vicios y lacras, y exalta sus virtudes, aunque en vida fueran estas anémicas... ¡Eso es! ¡Levanta tu ánimo! ¿Has de estar triste porque yo yazga aquí? Nadie puede ser eterno, y mi hora había llegado... Si de verdad crees en lo que yo creo, y conoces mi esperanza, debes sobreponerte y, en el fondo, alegrarte. ¡Ánimo!
Pierdo ya todo signo de consciencia...; creo que mi vejiga se afloja...
Adiós, hija: Te pido sigas siendo el bálsamo de cuantos se hallan a tu alrededor: no dejes nunca de ser el cascabel que despierta la alegría en torno a ti. Continúa siempre intentando hacer el bien...
Tu padre.
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